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Persigo a la sombra de mi idealización de la vida. Miro a los ojos que no existen y los enfrento a los números en esta columna de resumidas y solitarias cuentas. Hablar de dinero cuando hablamos de salud mental, puro sufrimiento humano, es frustrante. Para aquellos que lo que echan de menos es el bienestar emocional, lo que está en juego no son balances, sino vidas interrumpidas, proyectos que nunca llegarán a ocurrir, afectos que se marchitan o se idealizan. A veces, con suerte, cuando traducimos la angustia en cifras la política se conmueve. Es cruel: poner precio al dolor es condición para que alguien lo tome en serio. El coste de echar de menos la salud mental.
Según la OCDE, los problemas de salud mental en España suponen en torno al 4,2% del PIB, decenas de miles de millones de euros cada año. Solo la depresión representa un coste superior a los 6.000 millones anuales, y cerca del 60% de esa cifra procede de pérdidas de productividad —bajas laborales, incapacidades, proyectos interrumpidos—, según estimaciones recogidas en estudios recientes.
El déficit no es solo contable: es estructural. España invierte poco y mal. El sistema público ofrece recursos insuficientes, y ocho de cada 10 consultas psiquiátricas se pagan en el sector privado. Quien tiene medios, accede. Quien no, espera. Lo leve se vuelve crónico, lo soportable se convierte en incapacitante, lo prevenible se transforma en tragedia.
Mientras tanto, proliferan entelequias. Sabemos que el consumo adolescente de marihuana multiplica el riesgo de paranoia y que en adultos puede derivar en psicosis. Sin embargo, se sigue vendiendo como vía de escape, disfrazada de alivio rápido. Lo mismo ocurre con las microdosis de psicodélicos: promesas de creatividad y serenidad que, a medio plazo, erosionan memoria y ánimo. Negocio para algunos, ruina silenciosa para muchos.
Y hay otro agente corrosivo que apenas empezamos a medir: las redes sociales. Se presentan como herramientas de conexión, pero sus algoritmos fabrican adicción, comparación constante y soledad amplificada. La evidencia es contundente: los adolescentes que pasan más tiempo en redes reportan niveles más altos de ansiedad y depresión. Pero el golpe no es igual para todos. Las chicas son las más vulnerables: soportan con más intensidad la presión de la imagen, la exposición al juicio ajeno, el escrutinio constante. De ahí el aumento alarmante de la ansiedad, la depresión, las autolesiones y el suicidio. Los chicos, en cambio, tienden a exteriorizar el malestar en forma de conductas de riesgo. La factura es devastadora, pero en ellas la herida es más profunda y silenciosa.
A esto se suma la vía más barata y a la larga más costosa: la medicalización. España es uno de los países europeos con mayor consumo de ansiolíticos y antidepresivos. Recetar una pastilla sale más barato que ofrecer terapia. Se reducen artificialmente algunas listas de espera. El precio oculto de esta estrategia lo pagamos en más bajas prolongadas y más vidas atrapadas en un bucle químico.
La paradoja es que la economía tiene la respuesta. Cuidar la salud mental es rentable. Cada euro en prevención, en psicólogos en colegios, en programas escolares de educación emocional, se multiplica en retornos: menos absentismo, más productividad, más cohesión social. El cálculo es simple, los estudios lo confirman. Lo que falta es voluntad.
El coste es el de la vida que no se vivió: la estudiante que abandonó, la pareja que se rompió, la creadora que dejó de escribir, … la vida que deja de serlo.
Este viernes, Día Mundial de la Salud Mental, conviene asumir esa contradicción: necesitamos hablar en cifras para que nos escuchen, aunque lo que queramos gritar sea más humano y simple. Números como un recuerdo punzante de lo que es más terrible que echemos de menos: a nosotros mismos o lo que nunca existió.
Francisco Rodríguez es Catedrático de Economía de la Universidad de Granada y director del Área Financiera y Digitalización de Funcas.
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