Hay vidas que parecen notas al margen de otra, y sin embargo acaban escribiendo su propio capítulo. Tal es el caso de Rosario Weiss Zorrilla , nacida en Madrid un dos de octubre de 1814, hija legítima de un joyero alemán, don Isidoro Weiss. También dicen las malas lenguas y los mentideros de este Madrid tan cotilla, que Rosario fue hija espiritual, y quizá algo más, del mismísimo Francisco de Goya. La madre, doña Leocadia Zorrilla, mujer de carácter firme y paciencia variable, entró a servir en la casa del maestro en la famosa Quinta del Sordo durante sus últimos años. En ese Carabanchel agrario, entre brochas y suspiros, Goya descubrió en la pequeña Rosario un don precoz para el dibujo. Y cuando uno ha pintado a reyes, duques y brujas en cientos de lienzos que hoy son universales, que una niña de siete años le trace las líneas con más gracia que sus discípulos oficiales, no pasa inadvertido. Goya, que ya estaba sordo, pero no ciego, la tomó bajo su ala.Años después, en Burdeos, mientras el viejo maestro peleaba con los recuerdos y la sordera, Rosario se matriculó en la escuela de dibujo local. Allí la niña madrileña dibujaba con una disciplina que solo tienen los que sospechan que el talento no basta. Dicen que Goya la miraba con un orgullo silencioso, como si se reconociera en esos trazos ágiles y obstinados. Tanto es así, que la describió en una carta de esta guisa: «Esta célebre criatura quiere aprender a pintar de miniatura, y yo también quiero, por ser el fenómeno tal vez mayor que habrá en el mundo de su edad hacer lo que hace».Noticia Relacionada Gatos que fueron tigres estandar Si Curva de Zésar, barrendero y dramaturgo Alfonso J. Ussía Era empresario de un teatro de escombros, un alma libre que hacía lo que le daba la ganaCuando él murió en 1828, madre e hija quedaron con poco más que el recuerdo y algún mueble desvencijado. Regresaron a España en 1833 —cosas de amnistías y gobiernos con mala fe—, y Rosario, sin perder el pulso, se ganó la vida copiando cuadros en el Museo del Prado. Copiar, en su caso, era casi una forma de diálogo. Donde otros veían ejercicios de alumna aplicada, ella desmenuzaba a Murillo, a Velázquez y al propio Goya con la precisión de quien sabe que, si no puede ser genio, puede al menos entenderlo. Sus copias se vendían bien. Tan bien, que más de un coleccionista prefirió creer que tenía un original antes que admitir que lo había pintado una mujer joven con apellido extranjero. Así empezó la segunda vida de sus cuadros, disfrazados de ajenos. La ironía es deliciosa: para ser reconocida, Rosario tuvo que ser anónima.Pero el destino, a veces, se acuerda de hacer justicia con un pellizco. En 1840 fue nombrada académica de mérito de la Real Academia de San Fernando, nada menos. Y poco después, maestra de dibujo de las infantas Isabel y Luisa Fernanda, con un sueldo de ocho mil reales anuales. Aquello de enseñar dibujo a princesas no era tarea menor. Las infantas, con sus tules y bostezos, no parecían muy dispuestas a la geometría ni al carboncillo. Rosario, paciente como una cátedra, les explicaba el trazo con la misma ternura con que un cirujano acomoda el bisturí. Rosario no aspiraba a deslumbrar, sino a hacer las cosas bien.En 1840 fue nombrada académica de mérito de la Real Academia de San FernandoMurió joven, en 1843, con apenas veintiocho años. La versión oficial habló de un mal intestinal, pero las malas lenguas dijeron que fue el disgusto —o el susto— tras presenciar un motín al día siguiente de la caída de Espartero, a la salida del Palacio. Este dato se conoce tras el informe del médico-cirujano de la familia real del 31 de julio de 1843. Sea como fuere, la muerte la sorprendió con los lápices afilados y los proyectos en marcha. Durante más de un siglo, varios de sus dibujos siguieron atribuidos a Goya. Hasta que un crítico, ya en 1956, levantó la ceja, revisó las firmas y dijo: «Esto es obra de Rosario Weiss». Y así, casi ciento treinta años después, la discípula recobró su nombre.Hoy, cuando se la menciona, uno imagina a esa mujer discreta, menuda, sentada frente a un lienzo, sonriendo ante el recuerdo del maestro y sus manías. Si quieren disfrutar de sus obras, diversas instituciones conservan pinturas, dibujos y litografías de esta gata universal, como la Biblioteca Nacional, la biblioteca de la Real Academia Española, el Museo Lázaro Galdiano, la Real Academia de San Fernando, el Museo del Romanticismo o el Museo del Prado. Si Goya la inspiró, ella —sin proponérselo— le devolvió la vida con cada línea. Una vida breve, pero con el trazo firme. Y eso, en pintura y en literatura, es lo que al final importa. Hay vidas que parecen notas al margen de otra, y sin embargo acaban escribiendo su propio capítulo. Tal es el caso de Rosario Weiss Zorrilla , nacida en Madrid un dos de octubre de 1814, hija legítima de un joyero alemán, don Isidoro Weiss. También dicen las malas lenguas y los mentideros de este Madrid tan cotilla, que Rosario fue hija espiritual, y quizá algo más, del mismísimo Francisco de Goya. La madre, doña Leocadia Zorrilla, mujer de carácter firme y paciencia variable, entró a servir en la casa del maestro en la famosa Quinta del Sordo durante sus últimos años. En ese Carabanchel agrario, entre brochas y suspiros, Goya descubrió en la pequeña Rosario un don precoz para el dibujo. Y cuando uno ha pintado a reyes, duques y brujas en cientos de lienzos que hoy son universales, que una niña de siete años le trace las líneas con más gracia que sus discípulos oficiales, no pasa inadvertido. Goya, que ya estaba sordo, pero no ciego, la tomó bajo su ala.Años después, en Burdeos, mientras el viejo maestro peleaba con los recuerdos y la sordera, Rosario se matriculó en la escuela de dibujo local. Allí la niña madrileña dibujaba con una disciplina que solo tienen los que sospechan que el talento no basta. Dicen que Goya la miraba con un orgullo silencioso, como si se reconociera en esos trazos ágiles y obstinados. Tanto es así, que la describió en una carta de esta guisa: «Esta célebre criatura quiere aprender a pintar de miniatura, y yo también quiero, por ser el fenómeno tal vez mayor que habrá en el mundo de su edad hacer lo que hace».Noticia Relacionada Gatos que fueron tigres estandar Si Curva de Zésar, barrendero y dramaturgo Alfonso J. Ussía Era empresario de un teatro de escombros, un alma libre que hacía lo que le daba la ganaCuando él murió en 1828, madre e hija quedaron con poco más que el recuerdo y algún mueble desvencijado. Regresaron a España en 1833 —cosas de amnistías y gobiernos con mala fe—, y Rosario, sin perder el pulso, se ganó la vida copiando cuadros en el Museo del Prado. Copiar, en su caso, era casi una forma de diálogo. Donde otros veían ejercicios de alumna aplicada, ella desmenuzaba a Murillo, a Velázquez y al propio Goya con la precisión de quien sabe que, si no puede ser genio, puede al menos entenderlo. Sus copias se vendían bien. Tan bien, que más de un coleccionista prefirió creer que tenía un original antes que admitir que lo había pintado una mujer joven con apellido extranjero. Así empezó la segunda vida de sus cuadros, disfrazados de ajenos. La ironía es deliciosa: para ser reconocida, Rosario tuvo que ser anónima.Pero el destino, a veces, se acuerda de hacer justicia con un pellizco. En 1840 fue nombrada académica de mérito de la Real Academia de San Fernando, nada menos. Y poco después, maestra de dibujo de las infantas Isabel y Luisa Fernanda, con un sueldo de ocho mil reales anuales. Aquello de enseñar dibujo a princesas no era tarea menor. Las infantas, con sus tules y bostezos, no parecían muy dispuestas a la geometría ni al carboncillo. Rosario, paciente como una cátedra, les explicaba el trazo con la misma ternura con que un cirujano acomoda el bisturí. Rosario no aspiraba a deslumbrar, sino a hacer las cosas bien.En 1840 fue nombrada académica de mérito de la Real Academia de San FernandoMurió joven, en 1843, con apenas veintiocho años. La versión oficial habló de un mal intestinal, pero las malas lenguas dijeron que fue el disgusto —o el susto— tras presenciar un motín al día siguiente de la caída de Espartero, a la salida del Palacio. Este dato se conoce tras el informe del médico-cirujano de la familia real del 31 de julio de 1843. Sea como fuere, la muerte la sorprendió con los lápices afilados y los proyectos en marcha. Durante más de un siglo, varios de sus dibujos siguieron atribuidos a Goya. Hasta que un crítico, ya en 1956, levantó la ceja, revisó las firmas y dijo: «Esto es obra de Rosario Weiss». Y así, casi ciento treinta años después, la discípula recobró su nombre.Hoy, cuando se la menciona, uno imagina a esa mujer discreta, menuda, sentada frente a un lienzo, sonriendo ante el recuerdo del maestro y sus manías. Si quieren disfrutar de sus obras, diversas instituciones conservan pinturas, dibujos y litografías de esta gata universal, como la Biblioteca Nacional, la biblioteca de la Real Academia Española, el Museo Lázaro Galdiano, la Real Academia de San Fernando, el Museo del Romanticismo o el Museo del Prado. Si Goya la inspiró, ella —sin proponérselo— le devolvió la vida con cada línea. Una vida breve, pero con el trazo firme. Y eso, en pintura y en literatura, es lo que al final importa.
Hay vidas que parecen notas al margen de otra, y sin embargo acaban escribiendo su propio capítulo. Tal es el caso de Rosario Weiss Zorrilla, nacida en Madrid un dos de octubre de 1814, hija legítima de un joyero alemán, don Isidoro Weiss. También … dicen las malas lenguas y los mentideros de este Madrid tan cotilla, que Rosario fue hija espiritual, y quizá algo más, del mismísimo Francisco de Goya. La madre, doña Leocadia Zorrilla, mujer de carácter firme y paciencia variable, entró a servir en la casa del maestro en la famosa Quinta del Sordo durante sus últimos años.
En ese Carabanchel agrario, entre brochas y suspiros, Goya descubrió en la pequeña Rosario un don precoz para el dibujo. Y cuando uno ha pintado a reyes, duques y brujas en cientos de lienzos que hoy son universales, que una niña de siete años le trace las líneas con más gracia que sus discípulos oficiales, no pasa inadvertido. Goya, que ya estaba sordo, pero no ciego, la tomó bajo su ala.
Años después, en Burdeos, mientras el viejo maestro peleaba con los recuerdos y la sordera, Rosario se matriculó en la escuela de dibujo local. Allí la niña madrileña dibujaba con una disciplina que solo tienen los que sospechan que el talento no basta. Dicen que Goya la miraba con un orgullo silencioso, como si se reconociera en esos trazos ágiles y obstinados. Tanto es así, que la describió en una carta de esta guisa: «Esta célebre criatura quiere aprender a pintar de miniatura, y yo también quiero, por ser el fenómeno tal vez mayor que habrá en el mundo de su edad hacer lo que hace».
Cuando él murió en 1828, madre e hija quedaron con poco más que el recuerdo y algún mueble desvencijado. Regresaron a España en 1833 —cosas de amnistías y gobiernos con mala fe—, y Rosario, sin perder el pulso, se ganó la vida copiando cuadros en el Museo del Prado. Copiar, en su caso, era casi una forma de diálogo. Donde otros veían ejercicios de alumna aplicada, ella desmenuzaba a Murillo, a Velázquez y al propio Goya con la precisión de quien sabe que, si no puede ser genio, puede al menos entenderlo.
Sus copias se vendían bien. Tan bien, que más de un coleccionista prefirió creer que tenía un original antes que admitir que lo había pintado una mujer joven con apellido extranjero. Así empezó la segunda vida de sus cuadros, disfrazados de ajenos. La ironía es deliciosa: para ser reconocida, Rosario tuvo que ser anónima.
Pero el destino, a veces, se acuerda de hacer justicia con un pellizco. En 1840 fue nombrada académica de mérito de la Real Academia de San Fernando, nada menos. Y poco después, maestra de dibujo de las infantas Isabel y Luisa Fernanda, con un sueldo de ocho mil reales anuales. Aquello de enseñar dibujo a princesas no era tarea menor. Las infantas, con sus tules y bostezos, no parecían muy dispuestas a la geometría ni al carboncillo. Rosario, paciente como una cátedra, les explicaba el trazo con la misma ternura con que un cirujano acomoda el bisturí. Rosario no aspiraba a deslumbrar, sino a hacer las cosas bien.
En 1840 fue nombrada académica de mérito de la Real Academia de San Fernando
Murió joven, en 1843, con apenas veintiocho años. La versión oficial habló de un mal intestinal, pero las malas lenguas dijeron que fue el disgusto —o el susto— tras presenciar un motín al día siguiente de la caída de Espartero, a la salida del Palacio. Este dato se conoce tras el informe del médico-cirujano de la familia real del 31 de julio de 1843. Sea como fuere, la muerte la sorprendió con los lápices afilados y los proyectos en marcha. Durante más de un siglo, varios de sus dibujos siguieron atribuidos a Goya. Hasta que un crítico, ya en 1956, levantó la ceja, revisó las firmas y dijo: «Esto es obra de Rosario Weiss». Y así, casi ciento treinta años después, la discípula recobró su nombre.
Hoy, cuando se la menciona, uno imagina a esa mujer discreta, menuda, sentada frente a un lienzo, sonriendo ante el recuerdo del maestro y sus manías. Si quieren disfrutar de sus obras, diversas instituciones conservan pinturas, dibujos y litografías de esta gata universal, como la Biblioteca Nacional, la biblioteca de la Real Academia Española, el Museo Lázaro Galdiano, la Real Academia de San Fernando, el Museo del Romanticismo o el Museo del Prado.
Si Goya la inspiró, ella —sin proponérselo— le devolvió la vida con cada línea. Una vida breve, pero con el trazo firme. Y eso, en pintura y en literatura, es lo que al final importa.
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