Las series serias y divertidas son posibles. Las series adultas y entretenidas, también. Las series con esos cuatro adjetivos en Netflix son escasas… pero las hay Leer Las series serias y divertidas son posibles. Las series adultas y entretenidas, también. Las series con esos cuatro adjetivos en Netflix son escasas… pero las hay Leer
No fui de los primeros en admitir que House of Cards era una serie bastante mamarracha. Afortunadamente, tampoco fui de los últimos, así que las últimas temporadas de la serie de Kevin Spacey y Robin Wright las disfruté como lo que eran: locas y entretenidísimas. Durante demasiado tiempo me engañaron su cuidada estética, su sintonía y el nombre mayúsculo que había firmado su comienzo: David Fincher. House of Cards era un remake de un original británico (recomendadísimo, por cierto) que dio lugar a unas cuantas series protagonizadas por parejas poderosas y tensas, como Billions.
La diplomática no es una de esas. Su protagonista estaba clara desde el principio y, aunque tuviera pareja, la importante era ella. Kate Wyler, embajadora de Estados Unidos en Reino Unido, interpretada por una magnética Keri Rusell, era, de hecho, el título de esta serie de Netflix. Sin embargo, su tercera temporada, recién estrenada, sí que juguetea más con la dinámica matrimonial entre Kate y su marido Hal (Rufus Sewell), un político de perfil variable y que, en la nueva entrega de la serie, le da un giro interesantísimo a la trama. Y entretenidísimo. Y un poco loco. Como House of Cards, pero sin tantas ínfulas. Y sin las directivas estéticas de Fincher, todo sea dicho.
Pero a La diplomática le da igual no ser formalmente exquisita. Ella (la serie) está a otra cosa porque ella (Kate/Keri) mola tanto que no necesita rodearse de simetrías perfectas y claroscuros trabajadísimos. Su pelo ya no está tan sucio (icónicamente sucio) pero su energía sigue arriba. Tras el cierre en alto de la segunda temporada, con una Allison Janney que sabe que sabemos que pasó años en El Ala Oeste de la Casa Blanca, La diplomática ha vuelto con sus armas engrasadísimas: una sorprendente verosimilitud política, un humor seco y socarrón inconfundible y la clara intención de no aburrir. Por eso, hablar de ella resulta arriesgado: hay que esquivar los spoilers todo el rato.
Esta ficción, creada por Deborah Cahn, mantiene un envidiable equilibrio entre ser accesible y no ser simplona. Tiene sentido que Cahn, antes de capitanear su propia creación, fuese guionista de El Ala Oeste, Anatomía de Grey y Homeland. No se me ocurren mejores antecedentes. Y es que Kate Wyler tiene mucho de Meredith Grey y mucho de Carrie Mathison. Y Meredith Grey y Carrie Mathison lideraban dos de las series más adictivas de la historia de la televisión. En ese ranking, La diplomática también puntúa alto.
Mientras coprotagonizaba la espléndida The Americans (ay, ese final, sigo sin superarlo), a Keri Russell le costó quitarse de encima la losa de Felicity, la serie de J.J. Abrams que, 15 años antes, la convirtió en una estrella. En The Americans demostró que, además, era una grandísima actriz. Tres nominaciones al Emmy consiguió gracias esa serie, y otras tres tiene por La diplomática, dos como actriz y una como productora. Suya será, pues, también la decisión de darle un buen meneo a las dinámicas profesionales y matrimoniales en la tercera temporada. Eso alegra la trama, pero también plantea preguntas adultas a unos espectadores que también lo son. Preguntas que House of Cards solemnizaba tanto que terminaban dando risa. La diplomática las maneja con mucha más ligereza. Eso, paradójicamente, le da mucha más fuerza.
Las series serias y divertidas son posibles. Las series adultas y entretenidas son posibles. Las series de Netflix que se adscriben a los cuatro adjetivos anteriores son… escasas. Pero alguna hay.
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