La directora, que se estrena en italiano, inaugura la Seminci de Valladolid con una bellísima, además de triste de puro alegre y hasta febril, reflexión sobre la muerte, el desamor, los helados de cucurucho y el mismo cine Leer La directora, que se estrena en italiano, inaugura la Seminci de Valladolid con una bellísima, además de triste de puro alegre y hasta febril, reflexión sobre la muerte, el desamor, los helados de cucurucho y el mismo cine Leer
El Feuerbach que aparece citado en la última película de Isabel Coixet es el que con su máxima «Somos lo que comemos» no solo se adelantó años a los apóstoles-palizas del pan de levadura madre que sufrimos hoy, sino que -ésta era la verdadera intención de la sentencia- dedicó gran parte de su hegeliano talento a denunciar los estragos y enajenaciones de una Iglesia tan preocupada por las almas como desatenta a los cuerpos. Y, sin embargo, el Feuerbach que mejor se adapta a los modos y abismos de Tres adioses, así se llama la película de la directora catalana que ha tenido a bien inaugurar la edición número 70 de la Seminci de Valladolid, es el otro. O el contrario, mejor. Es el que recuerda cualquier estudiante de Filosofía y que fue fustigado con 11 tesis una detrás de otra por el mismísimo Karl Marx con esa coda irresistible: «Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modo el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo». Sí, Tres adioses marca un punto muy alto en la filmografía de una directora muy Isabel y muy Coixet. Y lo hace con la voluntad nada oculta de cambiarlo todo, de revolucionar los cuerpos y las mismas almas, de transformar, en efecto, el mundo. Suena tremendo y para tremendo el nombre de Feuerbach, literalmente «Torrente de fuego».
La película adapta dos de los cuentos de la italiana Michela Murgia recogidos en su libro semiautobiográfico Tre Ciotole (Tres cuencos). En uno de ellos, una mujer es abandonada por su pareja y cuando más triste se siente, otra tristeza aún más profunda hace acto de presencia para dar nuevo sentido a todo. La autora murió de cáncer y lo que sufre su personaje es la misma y cruel metástasis que coloca a las dos, la de la realiad y la de ficción, a los pies de idéntica muerte. En el otro relato, un hombre (cocinero y por eso lo de Feuerbach de antes) deja a su pareja. No sabe muy bien por qué, simplemente hace lo que hace porque puede hacerlo. Y todo ello para darse cuenta acto seguido de la inmensa e irreparable gravedad de su error. La película coloca los dos relatos uno frente al otro y los cose en lo que acaba por ser una misma historia de pérdida, dolor, perdón y comida romana.
Una descomunal Alba Rohrwacher (la actriz que mejor llora hacia dentro) secundada debidamente por Elio Germano ejercen de maestros de ceremonias (atención al brillantísimo derroche de Francesco Carril) de un melodrama construido con los materiales más propios de la comedia. O casi. Coixet quiere alejarse de los mapas turísticos que colocan lo terrible al lado de lo atroz, lo triste justo en frente de lo irremediable y la Fontana di Trevi al otro lado de la Piazza Navona. Con delicadeza, con pausa, con un desarrolladísimo sentido de observación, Tres adioses se va construyendo no tanto delante como dentro mismo de la mirada del espectador. Y lo hace como una tragedia inédita, profunda y hasta divertida más bella que melancólica, jubilosa de puro desesperada. La perfecta espeleóloga de la intimidad que ha sido siempre y sigue siendo Coixet descubre en el italiano en el que se estrena palabras, gestos y arañazos que bien podrían contar por neologismos. De repente, todo cambia. De repente, la muerte adquiere misterios nuevos. De repente, el mundo se transforma. De repente, Feuerbach, con o sin Marx, echa fuego por la boca. De repente.
Dice Coixet que, al principio, y por aquello de las coincidencias evidentes y luctuosas con su película de 2003 Mi vida sin mí se negó a aceptar el ofrecimiento de llevar a la pantalla lo que estaba bien sobre el papel; un ofrecimiento que tuvo su origen en Roberto Saviano, del que la escritora antifascista de Cerdeña (se significó en su momento por ser un auténtico dolor de conciencia de Meloni) era más que solo amiga. «Hasta que caí en la cuenta de que la historia ahora era diferente a la protagonizada por Sarah Polley porque muestra cómo incluso en la tristeza hay espacio para la alegría», dice. Dice eso y reconoce que, por la razón que sea, la muerte siempre ha estado muy presente en su cine. «Me perturba que, al final, la muerte no sea nada más que algo muy aburrido», añade.
Al final, lo que queda no es tanto silencio como el testimonio de una vida vivida, de una muerte consciente y, por ello, iluminada por el recuerdo. Queda eso y queda una de las mejores películas de Coixet, la directora (con a) que, a pesar de cenizos, amargados y resentidos (todos con o), siempre estuvo ahí.
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