Sin ánimo de ser cenizo un domingo de agosto en el que mucha gente acaba de empezar las vacaciones, se dice que todas las relaciones acaban mal, ya sea en ruptura o por la muerte de una de las partes, y que todas las carreras políticas (salvo honrosas excepciones) terminan en fracaso, ya sea por una derrota electoral, un escándalo, una dimisión, una moción de censura, la incapacidad de aprobar los presupuestos o la falsificación de un título universitario. Solo unos pocos consiguen que la historia los reivindique.
De puertas afuera es una figura moderada y balsámica, pero a nivel interno se le critica la falta de visión y carisma
Sin ánimo de ser cenizo un domingo de agosto en el que mucha gente acaba de empezar las vacaciones, se dice que todas las relaciones acaban mal, ya sea en ruptura o por la muerte de una de las partes, y que todas las carreras políticas (salvo honrosas excepciones) terminan en fracaso, ya sea por una derrota electoral, un escándalo, una dimisión, una moción de censura, la incapacidad de aprobar los presupuestos o la falsificación de un título universitario. Solo unos pocos consiguen que la historia los reivindique.
Al primer ministro británico Keir Starmer no le va a resultar fácil escapar a esa tónica. No lo consiguió Winston Churchill (derrotado sin contemplaciones en las elecciones de 1945 tras haber sido uno de los héroes de la II Guerra Mundial), ni Margaret Thatcher, aniquilada sin mayores ceremonias por su propio partido cuando creyó que se había convertido en una rémora, ni Tony Blair, a quien los británicos no perdonaron que marchara de la mano de George W. Bush en la invasión de Irak. Por no hablar de Liz Truss, que perdió ante una lechuga una competición en un periódico para ver quién se mustiaba primero.
Sus admiradores lo comparan con Clement Atlee porque no es grandilocuente, altivo, pomposo o populista
Los admiradores de Keir Starmer (que no son muchos pero alguno hay) lo comparan con Clement Atlee, de quien Churchill dijo una vez, con su peculiar humor corrosivo, que un taxi había llegado vacío a Downing Street y de él se había bajado el político laborista. Cuando acudió al palacio de Buckingham para ponerse al frente del gobierno en 1945, hubo un larguísimo silencio que el nuevo primer ministro rompió diciendo: “He ganado las elecciones”. A lo cual el rey Jorge VI, con la cara muy larga, respondió: “Ya lo sé, he visto las noticias de las 6”.

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Atlee era la antítesis del político populista, pomposo o rimbombante ahora de moda, pero en un país exhausto por la guerra, con cartillas de racionamiento y un millón y medio de personas movilizadas, hizo cosas y redefinió el papel de Gran Bretaña en el mundo. Implantó el Estado de bienestar y la sanidad pública en base al principio de la medicina universal, contribuyó a la creación de la OTAN y se marchó tanto de la India como de Palestina, que el Reino Unido había arrebatado en 1917 al imperio otomano y administró como potencia colonial hasta 1945, cuando, incapaz de controlar la creciente violencia entre árabes y judíos, descargó el problema en las manos de las Naciones Unidas y se fue con la música a otra parte. Poco después Ben Gurión proclamaba la independencia de Israel.
Starmer, un tecnócrata de centroizquierda, tiene algunos rasgos de Atlee, como la falta de grandilocuencia, el pragmatismo y la búsqueda de soluciones graduales a problemas complejos. Es el tipo de persona que uno quisiera al timón en una crisis. En el extranjero es visto como una figura balsámica, el “hombre tranquilo” de la política europea, al frente de un Gobierno estable, con una envidiable mayoría parlamentaria. En diplomacia, por su manera de lidiar con Trump y resetear el Brexit para paliar sus efectos nocivos, ha recibido un notable alto. Pero su problema es que a nivel electoral las relaciones internacionales son una maría, como la educación física o el dibujo, mientras que se lleva suspensos en coste de la vida, inmigración y mejora de la sanidad, el equivalente de matemáticas, lengua e historia.
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Lo que desde fuera son visto como virtudes en comparación con la calaña que manda en algunos países, dentro es percibido como falta de imaginación, de iniciativa y de una narrativa de lo que quiere que sea Gran Bretaña. Atado muy corto por los mercados, va dando bandazos en política económica, social y fiscal. Y el anuncio del reconocimiento condicional del Estado palestino en septiembre le ha valido más palos (tanto desde la derecha como desde el progresismo) que aplausos. Una vez más, ha dado la impresión de ir a remolque, presionado por el grupo parlamentario laborista, sus propios ministros, la aparición de un nuevo partido liderado por Jeremy Corbyn que podría robarle votos por la izquierda, y las imágenes de niños muertos de hambre.
En el 2025 mayoría de los británicos pone cara de póker si se les pregunta qué es la declaración de Balfour de 1917, en la que el secretario del Foreign Office de ese nombre abrió las puertas a que Palestina fuera el hogar del pueblo judío, “respetándose los derechos civiles y religiosos de los árabes”. Londres cumplió con la primera parte, pero no con la segunda, y ese pecado original sigue pesando sobre todo el Oriente Medio.
En mandarín no existe el futuro como conjugación verbal, sino que se contextualiza como el deseo de hacer algo o de que algo ocurra. Es lo mismo con Starmer. Querría ser el Clement Atlee del 2025 y poner el país en el rumbo correcto, pero los votantes no miran a diez años vista. Lo que manda es el tiempo presente.
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