Durante casi quinientos años, la Comunión Anglicana se ha sostenido sobre un delicado equilibrio: unida sin estar centralizada, dispersa pero coherente, diversa y sin embargo vinculada a una figura común, el arzobispo de Canterbury . Desde esa impresionante catedral medieval, símbolo de continuidad y discreción británica, se articuló una red de iglesias que llegó a extenderse por todos los continentes. Pero ese equilibrio, mantenido a veces por pura cortesía teológica, parece estar quebrándose.El pasado 16 de octubre, en Kigali, el arzobispo de Ruanda, Laurent Mbanda , difundió una carta en nombre del Consejo de Primados de la Global Fellowship of Confessing Anglicans, GAFCON, en la que anunció que «GAFCON es ahora la Comunión Anglicana Global». Lo que podía parecer un matiz semántico encierra un terremoto institucional: un amplio bloque del mundo anglicano , especialmente en África y también en Asia y América Latina, declara que ya no reconoce la autoridad simbólica de Canterbury .Conviene recordar que, a diferencia de la Iglesia Católica, la Comunión Anglicana no es una institución jerárquica ni centralizada. No existe un Papa ni una curia que dicten doctrina universal. Lo que la mantiene unida es una red de vínculos históricos, teológicos y litúrgicos entre cuarenta y dos iglesias autónomas, las llamadas provincias, cada una con su propio primado y gobierno. El arzobispo de Canterbury actúa, eso sí, como «primus inter pares» , una figura de referencia moral más que de autoridad ejecutiva. Desde el siglo XIX, cuatro instrumentos de comunión han sostenido ese equilibrio: la propia sede de Canterbury, la Conferencia de Lambeth que reúne a los obispos cada década, el Consejo Anglicano Consultivo y la Reunión de Primados. Su fuerza reside en el consenso, una flexibilidad, celebrada durante décadas como signo de madurez eclesial que se ha convertido ahora en su talón de Aquiles.«Hoy, GAFCON lidera la Global Anglican Communion. Como ha sido desde el principio, no hemos salido de la Comunión Anglicana; somos la Comunión Anglicana», escribió Mbanda. La frase, contundente, condensa una ruptura largamente gestada. Desde el 2008, cuando se fundó GAFCON, las tensiones entre las iglesias del Sur global y las del Norte han ido creciendo hasta volverse irreconciliables en algunos puntos. Lo que se proclama ahora es la consumación de ese distanciamiento: una comunión paralela que reivindica ser la heredera legítima de la tradición anglicana.El detonante inmediato fue la elección de Sarah Mullally , anunciada el 3 de octubre, como futura arzobispa de Canterbury , la primera mujer en ocupar ese cargo desde los orígenes de la Iglesia de Inglaterra. Mullally, ex enfermera jefe del sistema nacional de salud, obispa de Londres y defensora pública de la igualdad de género, encarna el rostro más contemporáneo de una iglesia que busca mantenerse relevante en una sociedad secularizada. En Londres, su nombramiento fue celebrado como un hito histórico. Pero en buena parte de África, Asia y Oceanía, se interpretó como la confirmación de que la Iglesia madre ha abandonado lo que muchos consideran la ortodoxia bíblica.La reacción más severa llegó desde Nigeria, cuya Iglesia, la más numerosa de toda la Comunión, calificó la decisión como «devastadora». El arzobispo Henry C. Ndukuba declaró que el nombramiento de una mujer al frente de Canterbury «marca un alejamiento aún mayor de la enseñanza bíblica» y «muestra desprecio por las convicciones de la mayoría de los anglicanos, que no pueden aceptar el liderazgo femenino».«No podemos continuar en comunión con quienes promueven una agenda revisionista», afirmó por su parte Mbanda, cuya carta establece un conjunto de decisiones que, en la práctica, equivalen a una separación institucional: las provincias afiliadas a GAFCON deberán enmendar sus constituciones para eliminar toda referencia a la comunión con la Sede de Canterbury y la Iglesia de Inglaterra; no participarán en reuniones convocadas por la arzobispa de Canterbury, incluidas la Conferencia de Lambeth, el Consejo Anglicano Consultivo y la Reunión de Primados; y dejarán de realizar o recibir aportaciones financieras a través de esos organismos.La declaración va acompañada de una propuesta de reorganización completa. GAFCON, entre cuyos antecedentes de su creación está la consagración en 2003 en Estados Unidos de Gene Robinson , el primer obispo abiertamente homosexual, reivindica ahora un modelo más antiguo: una comunión de iglesias autónomas «unidas por la Biblia y los Formularios de la Reforma». El plan prevé la creación de un nuevo «Consejo de Primados», que elegirá a un presidente como «primus inter pares», reproduciendo, al menos formalmente, el esquema de Canterbury.Así, lo que comenzó como un gesto de rebeldía doctrinal ha tomado la forma de un nuevo mapa de poder dentro del cristianismo mundial. África concentra hoy casi dos tercios de los estimados 85 millones de anglicanos del planeta, y ese desequilibrio demográfico ha modificado el centro de gravedad de la comunión, porque allí donde la fe crece, la autoridad se redefine. En los templos de Kigali, Abuya o Nairobi, la liturgia conserva una fuerza social y política que en las parroquias inglesas, envejecidas y menguantes, apenas sobrevive. Para esas provincias, el problema no es la figura de Mullally, sino lo que su elección simboliza: en su opinión, el abandono de un principio moral que consideran no negociable.Desde Londres, la reacción ha sido contenida. El Sínodo General ha evitado pronunciarse directamente sobre la carta, aunque algunos prelados admiten en privado que la elección de Mullally, aunque aplaudida en el Norte, llega «en un momento de sensibilidad extrema». La Iglesia Anglicana de Canadá, en un comunicado de apoyo a Canterbury, expresó «tristeza y oración por la unidad de la comunión» y reafirmó su vínculo con «los cuatro instrumentos que históricamente han garantizado la cohesión de nuestra familia mundial».Pero la fractura va más allá de lo eclesiástico. Es también cultural, geográfica y política. El anglicanismo, nacido en el siglo XVI como una síntesis entre la herencia católica y la Reforma protestante, fue durante siglos una proyección del poder británico. La expansión del Imperio llevó consigo la liturgia, la lengua y la arquitectura de las iglesias inglesas, de modo que se convirtió en un componente discreto pero constante del orden colonial. En la India, en África oriental, en el Caribe o en Oceanía, las catedrales de piedra y los himnos en inglés acompañaban la administración y la educación. Ser anglicano era, en cierta forma, participar de la cultura del Imperio.De religión imperial a religión autóctonaEsa huella colonial explica que durante mucho tiempo Canterbury fuese el centro natural de autoridad espiritual: el lugar donde convergían las iglesias nacidas de la misión y la metrópoli. Pero la historia dio la vuelta. Allí donde el Imperio se retiró, la Iglesia permaneció, y con ella una generación de fieles que hizo del anglicanismo una fe local, africana o asiática, antes que británica. En países como Nigeria, Uganda o Kenia, el anglicanismo se mezcló con lenguas vernáculas, con expresiones musicales propias y con un fuerte sentido moral de la comunidad. Esa evolución, de religión imperial a religión autóctona, explica que hoy los líderes del Sur global reclamen autoridad propia y no acepten sin más la tutela teológica de Inglaterra.Hoy sus centros de energía se hallan lejos del Reino Unido, en regiones donde el cristianismo conserva vigor social, donde la identidad nacional se mezcla con la fe, las iglesias son actores políticos de primer orden y sus obispos, figuras públicas con capacidad para moldear discursos nacionales.Mullally, de 63 años, ha asumido ese contexto con serenidad. «La Iglesia de Inglaterra es una familia diversa» , dijo en su primera declaración, «y mi tarea será mantenernos juntos en la diferencia». Su biografía, la de una mujer laica convertida al sacerdocio, sanitaria de profesión, pragmática en las formas y pastoral en el tono, encarna la apuesta de la Iglesia inglesa por la adaptación.Mientras tanto, en GAFCON preparan su próxima cita: la conferencia episcopal G26, prevista en Abuya para marzo de 2026. Será, según Mbanda, «la celebración de la Comunión Anglicana Global». En la práctica, un concilio alternativo a Lambeth. En un párrafo final de su carta, el primado ruandés dice: «No hemos abandonado la Comunión; la hemos salvado», una frase que resume la paradoja de esta hora. Ambos bloques reclaman ser la verdadera comunión. Ninguno se considera cismático , sino que ambos se ven guardianes de la misma tradición. Pero en la práctica, el tejido que durante siglos ha sostenido la unidad anglicana parece estar desgarrándose. Durante casi quinientos años, la Comunión Anglicana se ha sostenido sobre un delicado equilibrio: unida sin estar centralizada, dispersa pero coherente, diversa y sin embargo vinculada a una figura común, el arzobispo de Canterbury . Desde esa impresionante catedral medieval, símbolo de continuidad y discreción británica, se articuló una red de iglesias que llegó a extenderse por todos los continentes. Pero ese equilibrio, mantenido a veces por pura cortesía teológica, parece estar quebrándose.El pasado 16 de octubre, en Kigali, el arzobispo de Ruanda, Laurent Mbanda , difundió una carta en nombre del Consejo de Primados de la Global Fellowship of Confessing Anglicans, GAFCON, en la que anunció que «GAFCON es ahora la Comunión Anglicana Global». Lo que podía parecer un matiz semántico encierra un terremoto institucional: un amplio bloque del mundo anglicano , especialmente en África y también en Asia y América Latina, declara que ya no reconoce la autoridad simbólica de Canterbury .Conviene recordar que, a diferencia de la Iglesia Católica, la Comunión Anglicana no es una institución jerárquica ni centralizada. No existe un Papa ni una curia que dicten doctrina universal. Lo que la mantiene unida es una red de vínculos históricos, teológicos y litúrgicos entre cuarenta y dos iglesias autónomas, las llamadas provincias, cada una con su propio primado y gobierno. El arzobispo de Canterbury actúa, eso sí, como «primus inter pares» , una figura de referencia moral más que de autoridad ejecutiva. Desde el siglo XIX, cuatro instrumentos de comunión han sostenido ese equilibrio: la propia sede de Canterbury, la Conferencia de Lambeth que reúne a los obispos cada década, el Consejo Anglicano Consultivo y la Reunión de Primados. Su fuerza reside en el consenso, una flexibilidad, celebrada durante décadas como signo de madurez eclesial que se ha convertido ahora en su talón de Aquiles.«Hoy, GAFCON lidera la Global Anglican Communion. Como ha sido desde el principio, no hemos salido de la Comunión Anglicana; somos la Comunión Anglicana», escribió Mbanda. La frase, contundente, condensa una ruptura largamente gestada. Desde el 2008, cuando se fundó GAFCON, las tensiones entre las iglesias del Sur global y las del Norte han ido creciendo hasta volverse irreconciliables en algunos puntos. Lo que se proclama ahora es la consumación de ese distanciamiento: una comunión paralela que reivindica ser la heredera legítima de la tradición anglicana.El detonante inmediato fue la elección de Sarah Mullally , anunciada el 3 de octubre, como futura arzobispa de Canterbury , la primera mujer en ocupar ese cargo desde los orígenes de la Iglesia de Inglaterra. Mullally, ex enfermera jefe del sistema nacional de salud, obispa de Londres y defensora pública de la igualdad de género, encarna el rostro más contemporáneo de una iglesia que busca mantenerse relevante en una sociedad secularizada. En Londres, su nombramiento fue celebrado como un hito histórico. Pero en buena parte de África, Asia y Oceanía, se interpretó como la confirmación de que la Iglesia madre ha abandonado lo que muchos consideran la ortodoxia bíblica.La reacción más severa llegó desde Nigeria, cuya Iglesia, la más numerosa de toda la Comunión, calificó la decisión como «devastadora». El arzobispo Henry C. Ndukuba declaró que el nombramiento de una mujer al frente de Canterbury «marca un alejamiento aún mayor de la enseñanza bíblica» y «muestra desprecio por las convicciones de la mayoría de los anglicanos, que no pueden aceptar el liderazgo femenino».«No podemos continuar en comunión con quienes promueven una agenda revisionista», afirmó por su parte Mbanda, cuya carta establece un conjunto de decisiones que, en la práctica, equivalen a una separación institucional: las provincias afiliadas a GAFCON deberán enmendar sus constituciones para eliminar toda referencia a la comunión con la Sede de Canterbury y la Iglesia de Inglaterra; no participarán en reuniones convocadas por la arzobispa de Canterbury, incluidas la Conferencia de Lambeth, el Consejo Anglicano Consultivo y la Reunión de Primados; y dejarán de realizar o recibir aportaciones financieras a través de esos organismos.La declaración va acompañada de una propuesta de reorganización completa. GAFCON, entre cuyos antecedentes de su creación está la consagración en 2003 en Estados Unidos de Gene Robinson , el primer obispo abiertamente homosexual, reivindica ahora un modelo más antiguo: una comunión de iglesias autónomas «unidas por la Biblia y los Formularios de la Reforma». El plan prevé la creación de un nuevo «Consejo de Primados», que elegirá a un presidente como «primus inter pares», reproduciendo, al menos formalmente, el esquema de Canterbury.Así, lo que comenzó como un gesto de rebeldía doctrinal ha tomado la forma de un nuevo mapa de poder dentro del cristianismo mundial. África concentra hoy casi dos tercios de los estimados 85 millones de anglicanos del planeta, y ese desequilibrio demográfico ha modificado el centro de gravedad de la comunión, porque allí donde la fe crece, la autoridad se redefine. En los templos de Kigali, Abuya o Nairobi, la liturgia conserva una fuerza social y política que en las parroquias inglesas, envejecidas y menguantes, apenas sobrevive. Para esas provincias, el problema no es la figura de Mullally, sino lo que su elección simboliza: en su opinión, el abandono de un principio moral que consideran no negociable.Desde Londres, la reacción ha sido contenida. El Sínodo General ha evitado pronunciarse directamente sobre la carta, aunque algunos prelados admiten en privado que la elección de Mullally, aunque aplaudida en el Norte, llega «en un momento de sensibilidad extrema». La Iglesia Anglicana de Canadá, en un comunicado de apoyo a Canterbury, expresó «tristeza y oración por la unidad de la comunión» y reafirmó su vínculo con «los cuatro instrumentos que históricamente han garantizado la cohesión de nuestra familia mundial».Pero la fractura va más allá de lo eclesiástico. Es también cultural, geográfica y política. El anglicanismo, nacido en el siglo XVI como una síntesis entre la herencia católica y la Reforma protestante, fue durante siglos una proyección del poder británico. La expansión del Imperio llevó consigo la liturgia, la lengua y la arquitectura de las iglesias inglesas, de modo que se convirtió en un componente discreto pero constante del orden colonial. En la India, en África oriental, en el Caribe o en Oceanía, las catedrales de piedra y los himnos en inglés acompañaban la administración y la educación. Ser anglicano era, en cierta forma, participar de la cultura del Imperio.De religión imperial a religión autóctonaEsa huella colonial explica que durante mucho tiempo Canterbury fuese el centro natural de autoridad espiritual: el lugar donde convergían las iglesias nacidas de la misión y la metrópoli. Pero la historia dio la vuelta. Allí donde el Imperio se retiró, la Iglesia permaneció, y con ella una generación de fieles que hizo del anglicanismo una fe local, africana o asiática, antes que británica. En países como Nigeria, Uganda o Kenia, el anglicanismo se mezcló con lenguas vernáculas, con expresiones musicales propias y con un fuerte sentido moral de la comunidad. Esa evolución, de religión imperial a religión autóctona, explica que hoy los líderes del Sur global reclamen autoridad propia y no acepten sin más la tutela teológica de Inglaterra.Hoy sus centros de energía se hallan lejos del Reino Unido, en regiones donde el cristianismo conserva vigor social, donde la identidad nacional se mezcla con la fe, las iglesias son actores políticos de primer orden y sus obispos, figuras públicas con capacidad para moldear discursos nacionales.Mullally, de 63 años, ha asumido ese contexto con serenidad. «La Iglesia de Inglaterra es una familia diversa» , dijo en su primera declaración, «y mi tarea será mantenernos juntos en la diferencia». Su biografía, la de una mujer laica convertida al sacerdocio, sanitaria de profesión, pragmática en las formas y pastoral en el tono, encarna la apuesta de la Iglesia inglesa por la adaptación.Mientras tanto, en GAFCON preparan su próxima cita: la conferencia episcopal G26, prevista en Abuya para marzo de 2026. Será, según Mbanda, «la celebración de la Comunión Anglicana Global». En la práctica, un concilio alternativo a Lambeth. En un párrafo final de su carta, el primado ruandés dice: «No hemos abandonado la Comunión; la hemos salvado», una frase que resume la paradoja de esta hora. Ambos bloques reclaman ser la verdadera comunión. Ninguno se considera cismático , sino que ambos se ven guardianes de la misma tradición. Pero en la práctica, el tejido que durante siglos ha sostenido la unidad anglicana parece estar desgarrándose.
Durante casi quinientos años, la Comunión Anglicana se ha sostenido sobre un delicado equilibrio: unida sin estar centralizada, dispersa pero coherente, diversa y sin embargo vinculada a una figura común, el arzobispo de Canterbury. Desde esa impresionante catedral medieval, símbolo de continuidad y … discreción británica, se articuló una red de iglesias que llegó a extenderse por todos los continentes. Pero ese equilibrio, mantenido a veces por pura cortesía teológica, parece estar quebrándose.
El pasado 16 de octubre, en Kigali, el arzobispo de Ruanda, Laurent Mbanda, difundió una carta en nombre del Consejo de Primados de la Global Fellowship of Confessing Anglicans, GAFCON, en la que anunció que «GAFCON es ahora la Comunión Anglicana Global». Lo que podía parecer un matiz semántico encierra un terremoto institucional: un amplio bloque del mundo anglicano, especialmente en África y también en Asia y América Latina, declara que ya no reconoce la autoridad simbólica de Canterbury.
Conviene recordar que, a diferencia de la Iglesia Católica, la Comunión Anglicana no es una institución jerárquica ni centralizada. No existe un Papa ni una curia que dicten doctrina universal. Lo que la mantiene unida es una red de vínculos históricos, teológicos y litúrgicos entre cuarenta y dos iglesias autónomas, las llamadas provincias, cada una con su propio primado y gobierno. El arzobispo de Canterbury actúa, eso sí, como «primus inter pares», una figura de referencia moral más que de autoridad ejecutiva. Desde el siglo XIX, cuatro instrumentos de comunión han sostenido ese equilibrio: la propia sede de Canterbury, la Conferencia de Lambeth que reúne a los obispos cada década, el Consejo Anglicano Consultivo y la Reunión de Primados. Su fuerza reside en el consenso, una flexibilidad, celebrada durante décadas como signo de madurez eclesial que se ha convertido ahora en su talón de Aquiles.
«Hoy, GAFCON lidera la Global Anglican Communion. Como ha sido desde el principio, no hemos salido de la Comunión Anglicana; somos la Comunión Anglicana», escribió Mbanda. La frase, contundente, condensa una ruptura largamente gestada. Desde el 2008, cuando se fundó GAFCON, las tensiones entre las iglesias del Sur global y las del Norte han ido creciendo hasta volverse irreconciliables en algunos puntos. Lo que se proclama ahora es la consumación de ese distanciamiento: una comunión paralela que reivindica ser la heredera legítima de la tradición anglicana.
El detonante inmediato fue la elección de Sarah Mullally, anunciada el 3 de octubre, como futura arzobispa de Canterbury, la primera mujer en ocupar ese cargo desde los orígenes de la Iglesia de Inglaterra. Mullally, ex enfermera jefe del sistema nacional de salud, obispa de Londres y defensora pública de la igualdad de género, encarna el rostro más contemporáneo de una iglesia que busca mantenerse relevante en una sociedad secularizada. En Londres, su nombramiento fue celebrado como un hito histórico. Pero en buena parte de África, Asia y Oceanía, se interpretó como la confirmación de que la Iglesia madre ha abandonado lo que muchos consideran la ortodoxia bíblica.
La reacción más severa llegó desde Nigeria, cuya Iglesia, la más numerosa de toda la Comunión, calificó la decisión como «devastadora». El arzobispo Henry C. Ndukuba declaró que el nombramiento de una mujer al frente de Canterbury «marca un alejamiento aún mayor de la enseñanza bíblica» y «muestra desprecio por las convicciones de la mayoría de los anglicanos, que no pueden aceptar el liderazgo femenino».
«No podemos continuar en comunión con quienes promueven una agenda revisionista», afirmó por su parte Mbanda, cuya carta establece un conjunto de decisiones que, en la práctica, equivalen a una separación institucional: las provincias afiliadas a GAFCON deberán enmendar sus constituciones para eliminar toda referencia a la comunión con la Sede de Canterbury y la Iglesia de Inglaterra; no participarán en reuniones convocadas por la arzobispa de Canterbury, incluidas la Conferencia de Lambeth, el Consejo Anglicano Consultivo y la Reunión de Primados; y dejarán de realizar o recibir aportaciones financieras a través de esos organismos.
La declaración va acompañada de una propuesta de reorganización completa. GAFCON, entre cuyos antecedentes de su creación está la consagración en 2003 en Estados Unidos de Gene Robinson, el primer obispo abiertamente homosexual, reivindica ahora un modelo más antiguo: una comunión de iglesias autónomas «unidas por la Biblia y los Formularios de la Reforma». El plan prevé la creación de un nuevo «Consejo de Primados», que elegirá a un presidente como «primus inter pares», reproduciendo, al menos formalmente, el esquema de Canterbury.
Así, lo que comenzó como un gesto de rebeldía doctrinal ha tomado la forma de un nuevo mapa de poder dentro del cristianismo mundial. África concentra hoy casi dos tercios de los estimados 85 millones de anglicanos del planeta, y ese desequilibrio demográfico ha modificado el centro de gravedad de la comunión, porque allí donde la fe crece, la autoridad se redefine. En los templos de Kigali, Abuya o Nairobi, la liturgia conserva una fuerza social y política que en las parroquias inglesas, envejecidas y menguantes, apenas sobrevive. Para esas provincias, el problema no es la figura de Mullally, sino lo que su elección simboliza: en su opinión, el abandono de un principio moral que consideran no negociable.
Desde Londres, la reacción ha sido contenida. El Sínodo General ha evitado pronunciarse directamente sobre la carta, aunque algunos prelados admiten en privado que la elección de Mullally, aunque aplaudida en el Norte, llega «en un momento de sensibilidad extrema». La Iglesia Anglicana de Canadá, en un comunicado de apoyo a Canterbury, expresó «tristeza y oración por la unidad de la comunión» y reafirmó su vínculo con «los cuatro instrumentos que históricamente han garantizado la cohesión de nuestra familia mundial».
Pero la fractura va más allá de lo eclesiástico. Es también cultural, geográfica y política. El anglicanismo, nacido en el siglo XVI como una síntesis entre la herencia católica y la Reforma protestante, fue durante siglos una proyección del poder británico. La expansión del Imperio llevó consigo la liturgia, la lengua y la arquitectura de las iglesias inglesas, de modo que se convirtió en un componente discreto pero constante del orden colonial. En la India, en África oriental, en el Caribe o en Oceanía, las catedrales de piedra y los himnos en inglés acompañaban la administración y la educación. Ser anglicano era, en cierta forma, participar de la cultura del Imperio.
De religión imperial a religión autóctona
Esa huella colonial explica que durante mucho tiempo Canterbury fuese el centro natural de autoridad espiritual: el lugar donde convergían las iglesias nacidas de la misión y la metrópoli. Pero la historia dio la vuelta. Allí donde el Imperio se retiró, la Iglesia permaneció, y con ella una generación de fieles que hizo del anglicanismo una fe local, africana o asiática, antes que británica. En países como Nigeria, Uganda o Kenia, el anglicanismo se mezcló con lenguas vernáculas, con expresiones musicales propias y con un fuerte sentido moral de la comunidad. Esa evolución, de religión imperial a religión autóctona, explica que hoy los líderes del Sur global reclamen autoridad propia y no acepten sin más la tutela teológica de Inglaterra.
Hoy sus centros de energía se hallan lejos del Reino Unido, en regiones donde el cristianismo conserva vigor social, donde la identidad nacional se mezcla con la fe, las iglesias son actores políticos de primer orden y sus obispos, figuras públicas con capacidad para moldear discursos nacionales.
Mullally, de 63 años, ha asumido ese contexto con serenidad. «La Iglesia de Inglaterra es una familia diversa», dijo en su primera declaración, «y mi tarea será mantenernos juntos en la diferencia». Su biografía, la de una mujer laica convertida al sacerdocio, sanitaria de profesión, pragmática en las formas y pastoral en el tono, encarna la apuesta de la Iglesia inglesa por la adaptación.
Mientras tanto, en GAFCON preparan su próxima cita: la conferencia episcopal G26, prevista en Abuya para marzo de 2026. Será, según Mbanda, «la celebración de la Comunión Anglicana Global». En la práctica, un concilio alternativo a Lambeth. En un párrafo final de su carta, el primado ruandés dice: «No hemos abandonado la Comunión; la hemos salvado», una frase que resume la paradoja de esta hora. Ambos bloques reclaman ser la verdadera comunión. Ninguno se considera cismático, sino que ambos se ven guardianes de la misma tradición. Pero en la práctica, el tejido que durante siglos ha sostenido la unidad anglicana parece estar desgarrándose.
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