Una ciudad es como una mujer, la abandonamos pero no dejamos que otro nos la quite, escribió Lawrence Durrell refiriéndose a la voluptuosa y sensual Alejandría de la II Guerra Mundial, con sus olores a especias y a mar, mezquitas, sinagogas e iglesias coptas, con espías que jugaban al escondite en los zocos y leían el periódico en los cafés de La Corniche. Justine , el primer libro de su Cuarteto, es una metáfora de la urbe donde ejerció como diplomático británico. Dice de ella que es al mismo tiempo una puta y una princesa.
El Brexit y casi dos décadas de austeridad pasan factura y el centro de la ciudad parece una zona de exclusión para turistas, mendigos y millonarios
Una ciudad es como una mujer, la abandonamos pero no dejamos que otro nos la quite, escribió Lawrence Durrell refiriéndose a la voluptuosa y sensual Alejandría de la II Guerra Mundial, con sus olores a especias y a mar, mezquitas, sinagogas e iglesias coptas, con espías que jugaban al escondite en los zocos y leían el periódico en los cafés de La Corniche. Justine , el primer libro de su Cuarteto, es una metáfora de la urbe donde ejerció como diplomático británico. Dice de ella que es al mismo tiempo una puta y una princesa.
Sobre Londres, su grisura y sus callejones oscuros, han escrito Henry James, Virginia Woolf, Martin Amis, Charles Dickens, Oscar Wilde, Geoffrey Chaucer y William Shakespeare, pero nadie con la pasión con que Durrell lo hizo de Alejandría, compleja, voluble y misteriosa. En el fondo, quien mejor conoce una ciudad es un forastero que se enamora de ella, observa sus contradicciones y explora todos sus rincones.
¿Es Londres también simultáneamente una puta y una princesa? ¿Cómo ha cambiado en los veintiocho años transcurridos desde la llegada de Tony Blair? ¿Cómo le ha afectado el Brexit? ¿Es más huraña y antipática que antes? ¿Qué tal le han sentado las casi ya dos décadas de austeridad, desde el crash del 2008? Una manera de hacerse una idea en un domingo de agosto es subirse al autobús número 9, el único con el diseño antiguo que está autorizado a circular por la ciudad y mantiene su ruta histórica desde 1851.

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El recorrido empieza en Aldwych, en el corazón del distrito teatral, donde las entradas para ver a John Lithgow en Giant , una obra de Roald Dahl, cuestan en taquilla a partir de 250 euros en el gallinero (y más de 500 en platea), precios que pagan los americanos ricos que se van en el descanso porque ya se han hecho un selfie en el West End y no quieren llegar tarde al restaurante. En una de las bocas de entrada a la estación de tren y metro de Charing Cross, una hilera de personas sin techo tiene instalados sus chiringuitos, que van desde cartones hasta tiendas de campaña en las que se reflejan las luces de neón. Recuerda a Los Ángeles. Quince mil individuos duermen a la intemperie, y uno de cada cincuenta londinenses carece de una vivienda permanente. Cada vez hay más pobres.
Trafalgar Square, Piccadilly Circus y Green Park están tomadas por el ejército invasor (los turistas), y la basura, que no ha sido recogida en días, ocupa los bancos y desborda las papeleras. Obras por todas partes y grúas por doquier en el horizonte, construyendo bloques de pisos de ladrillo claro que costarán cinco, diez o veinte millones de euros, serán adquiridos por oligarcas rusos o jeques del Golfo, y permanecerán vacíos excepto una semana al año (la falta de vivienda asequible es uno de los grandes problemas). Delante del Ritz y el más famoso lugar del mundo para tomar el té (hay que llevar chaqueta), un mendigo pide dinero con un cartel que dice “tengo hambre”. En la puerta de al lado, un restaurante que no parece nada del otro mundo cobra 40 euros por una hamburguesa.
En el Green Park piden cinco euros por sentarse una hora en una hamaca (y dieciocho por todo el día, casi como un club de playa en Córcega), así que la mayoría de familias hacen el picnic en una manta sobre el césped, amarillento por lo poco que ha llovido. Entre las mujeres musulmanas se ha puesto de moda cubrirse la boca con una mascarilla de las de la pandemia, en vez del niqab .
La cola para entrar al Palacio de Buckingham y sus jardines parece la antesala caótica de un vuelo “low cost”
Cruzando el parque, las hordas de turistas también se han adueñado de la plazoleta con la estatua de la reina Victoria frente a la fachada del Palacio de Buckingham, que en verano abre sus puertas a los súbditos para que vean lo que se pierden teniendo que pagar tres mil o cuatro mil euros al mes por un piso discreto de dos habitaciones en un barrio de clase media (y otro tanto por la guardería de un par de criaturas). No es de extrañar que muchos buskers (músicos callejeros) ya no acepten monedas, sino que tienen unos lectores de tarjeta de crédito con una tarifa única de tres libras, como si fueran Mozart o Beethoven. Pero es que necesitan cinco propinas para comprarse un paquete de cigarrillos, y dos para tomarse una pinta o un café en Starbucks.
La cola para entrar al Palacio parece la puerta de salida de un vuelo de Ryanair, y en el jardín gansos de diversos tipos pululan por el césped muy estirados y altivos, como los ingleses de clase alta y media alta tienden a mirar a los extranjeros (todo se contagia), pero sin su sentido del humor. Si te descuidas te pegan un picotazo.
Pasadas las luces de Harrods y el frenesí comprador de Knightsbridge, llega por fin la calma, y las notas enérgicas de la séptima sinfonía de Mahler escapan de una función de los Proms en el Royal Albert Hall, como dirigidas a la estatua dorada del príncipe Alberto que mira al edificio desde su pedestal en el Hyde Park. El cielo vespertino es de un color entre magenta, rosa y violenta, con nubes que parecen tener prisa.
De Londres han desaparecido la mayoría de cabinas telefónicas, los quioscos de prensa, los vendedores ambulantes de diarios, todas las películas que no son de terror o de superhéroes, el cine extranjero y muchos de los grandes almacenes de la Oxford Street. Y han proliferado las terrazas en la calle y en los rooftops , las barberías, los establecimientos para hacerse las uñas, gimnasios y agencias inmobiliarias. La antigua embajada de los EE.UU en Grosvenor Square es un hotel con suites a 40.000 euros la noche.
Londres es como la Alejandría de Durrell, una historia de amor, siempre complicada. A lo mejor un día la abandonamos, pero no dejaremos que nadie nos la quite.
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