Los titubeos y vacilaciones europeos claman al cielo. La montaña de cadáveres de Gaza crece día tras día. ¿Cómo es posible que la Unión Europea haya tardado tanto en reaccionar?
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Los titubeos y vacilaciones europeos claman al cielo. La montaña de cadáveres de Gaza crece día tras día. ¿Cómo es posible que la Unión Europea haya tardado tanto en reaccionar?
Durante meses los ministros de Exteriores se han estado reuniendo y no han logrado ninguna medida efectiva ni ninguna declaración convincente. Kaja Kallas, que nos tiene que jurar que es la Alta Representante para que nos lo creamos, salía de la sala con las manos vacías y no parecía que le importase demasiado. Sólo ahora, cuando la presión de la opinión pública lo hacía ineludible, la Unión ha adoptado una tímida medida de advertencia a Israel, la suspensión parcial del acceso a un programa científico de la UE. Demasiado poco, demasiado tarde.
¿Cómo es posible que hayamos tardado tanto en intentar evitar una catástrofe?
¿Qué está fallando? ¿Cómo es posible que hasta ahora no hayamos sido capaces de mover un dedo -ni uno- para intentar evitar la limpieza étnica en curso, perpetrada por el gobierno de un país que considerábamos uno de los nuestros, un país que se suponía que compartía nuestros valores democráticos y nuestra concepción del mundo?
Según las crónicas, buena parte de la culpa es de Alemania, que aún no ha digerido su historia y fue responsable de una de las peores atrocidades del siglo XX, el exterminio de seis millones de judíos, pero que ahora tiene dificultades para oponerse a una de las peores atrocidades de este siglo porque el responsable es Israel.
Pero Alemania no es el único país que se ha resistido a tomar medidas para intentar frenar la matanza. Hay también países del este de Europa que no siempre tienen intereses compatibles con los de los demás Estados miembros. Unos están tan obsesionados en distanciarse de Rusia que no quieren líos con Israel por miedo a abrir nuevos frentes. Otros actúan como submarinos estadounidenses o rusos, sin ningún escrúpulo a la hora de beneficiarse de las ventajas de formar parte del club europeo pero poniendo su voto al servicio de Washington o de Moscú a la hora de decidir la política exterior común.
De Escandinavia a Italia y de Países Bajos a Austria y Bulgaria, una ola de populismo de extrema derecha recorre el continente, empujada por los vientos favorables del otro lado del Atlántico. Más o menos la mitad de los gobiernos de la Unión están dirigidos o condicionados en grados diversos por partidos ultras. Son partidos euroescépticos que han visto que es mejor boicotear a la Unión desde dentro, sin sacrificar el salvavidas del euro ni renunciar a ningún beneficio como miembros, que proponer una salida de la Unión que el Brexit ha demostrado que no es un buen negocio.
Hasta ahora, asumíamos que, mientras en las elecciones presidenciales francesas del 2027 no ganaran Le Pen o Bardella y en Alemania no gobernara el partido de extrema derecha Alternativa para Alemania, podíamos dormir más o menos tranquilos. Pero en unos lugares se violan abiertamente los derechos de colectivos LGTBI, en otros se adoptan medidas inhumanas contra los inmigrantes, hay Gobiernos que se declaran iliberales -es decir antidemocráticos- y la cohesión de la Unión se nos deshace en las manos sin que Bruselas sea capaz de reaccionar. Ni siquiera en un campo como el del comercio internacional, que se supone que es uno de nuestros puntos fuertes, hemos sabido actuar con firmeza frente a las fanfarronadas arancelarias de Trump.
La pregunta que flota en el aire es: ¿seguro que compartimos los mismos valores? Siempre hemos sabido que la Unión era en gran parte una unión de conveniencia, y pensábamos con algo de cinismo que no era mala base para una estabilidad futura. Pero para que los matrimonios de conveniencia sean estables es mejor que no se vea muy claramente que lo son. Aquí se está empezando a notar demasiado.
La lamentable actitud de Bruselas en hacia Gaza no solo nos priva de credibilidad de cara a otros conflictos, sino que es un síntoma muy preocupante de la carcoma de un proyecto histórico –el más ambicioso de las últimas generaciones– que pierde empuje y que en el momento menos pensado puede dejar de tener sentido.
Internacional