Desde la distancia sólo se distinguía a unos padres con dos niños que rondaban los diez años y un bebé en un carrito junto a la estatua de don Miguel Delibes a las puertas del Campo Grande de Valladolid. Conforme te acercabas la escena prometía y el quinteto parecía en disposición de hacerse una foto junto al icono del gran maestro de la literatura. Ya a la altura de la familia, la cosa cambiaba y lo que la imaginación había convertido en una imagen idílica de unos padres apasionados de ‘El Hereje’ haciéndose una foto con sus hijos se transmutaba en la dolorosa realidad. Los dos chiquitos brincaban sin consuelo alrededor del bronce de la estatua propinando collejas y patadas a don Miguel mientras los padres, efectivamente, se hacían un selfie pero con un quiosco de helados como fondo. «Dejad de dar golpes que os vais a hacer daño», clamaba la madre, mientras la estatua a duras penas mantenía el gesto pese a su inanimada condición. El problema no era que los niños se fueran a partir la crisma en alguno de sus aspavientos, eso hubiera sido lo de menos porque los niños hacen esas cosas, saltan, ensayan cabriolas y se dan trompazos porque tienen edad para ello y porque su proximidad al primate que llevamos dentro es mucho más evidente a su edad que cuando sobre el papel alcanzamos esa madurez adquirida por el respeto a las normas de la vida en sociedad. El problema era otro.La falta de trabajo y vivienda han llevado a los jóvenes a permanecer en casa de sus padres hasta bien entrada la treintena. Eso es preocupante pero lo es más aún que la generación que nos pagará la pensión vivirá feliz mientras sus padres les invitan a saltarse las mínimas normas de convivencia. El problema no es golpear la estatua de un genio de la literatura sino la indolencia de aquellos que deberían educar a unos niños que ahora lo son hasta la treintena. Pegar a un señor mayor aunque sea de bronce es una aberración, es renunciar a nuestra condición de seres humanos para dejar rienda suelta a lo más primario de nuestra condición humana. Es posible que los padres de las criaturas desconozcan el nombre de a quien sus hijos golpeaban, pero seguro que saben el nombre de los abuelos de los pequeños primates que tienen en casa y de cuya conversión en ciudadanos sólo ellos son responsables. Renunciar a la civilización de los más pequeños pone en riesgo la convivencia y, por ende, nuestra democracia asentada en ese estado de derecho que algunos quieren despojar de la obligatoriedad del cumplimiento de las normas que nos permiten vivir como seres humanos y no como animales. Al dejar atrás a la familia y a don Miguel, apareció una señora que sostenía en brazos a un pequinés al que daba besos como si fuera un niño. Desde la distancia sólo se distinguía a unos padres con dos niños que rondaban los diez años y un bebé en un carrito junto a la estatua de don Miguel Delibes a las puertas del Campo Grande de Valladolid. Conforme te acercabas la escena prometía y el quinteto parecía en disposición de hacerse una foto junto al icono del gran maestro de la literatura. Ya a la altura de la familia, la cosa cambiaba y lo que la imaginación había convertido en una imagen idílica de unos padres apasionados de ‘El Hereje’ haciéndose una foto con sus hijos se transmutaba en la dolorosa realidad. Los dos chiquitos brincaban sin consuelo alrededor del bronce de la estatua propinando collejas y patadas a don Miguel mientras los padres, efectivamente, se hacían un selfie pero con un quiosco de helados como fondo. «Dejad de dar golpes que os vais a hacer daño», clamaba la madre, mientras la estatua a duras penas mantenía el gesto pese a su inanimada condición. El problema no era que los niños se fueran a partir la crisma en alguno de sus aspavientos, eso hubiera sido lo de menos porque los niños hacen esas cosas, saltan, ensayan cabriolas y se dan trompazos porque tienen edad para ello y porque su proximidad al primate que llevamos dentro es mucho más evidente a su edad que cuando sobre el papel alcanzamos esa madurez adquirida por el respeto a las normas de la vida en sociedad. El problema era otro.La falta de trabajo y vivienda han llevado a los jóvenes a permanecer en casa de sus padres hasta bien entrada la treintena. Eso es preocupante pero lo es más aún que la generación que nos pagará la pensión vivirá feliz mientras sus padres les invitan a saltarse las mínimas normas de convivencia. El problema no es golpear la estatua de un genio de la literatura sino la indolencia de aquellos que deberían educar a unos niños que ahora lo son hasta la treintena. Pegar a un señor mayor aunque sea de bronce es una aberración, es renunciar a nuestra condición de seres humanos para dejar rienda suelta a lo más primario de nuestra condición humana. Es posible que los padres de las criaturas desconozcan el nombre de a quien sus hijos golpeaban, pero seguro que saben el nombre de los abuelos de los pequeños primates que tienen en casa y de cuya conversión en ciudadanos sólo ellos son responsables. Renunciar a la civilización de los más pequeños pone en riesgo la convivencia y, por ende, nuestra democracia asentada en ese estado de derecho que algunos quieren despojar de la obligatoriedad del cumplimiento de las normas que nos permiten vivir como seres humanos y no como animales. Al dejar atrás a la familia y a don Miguel, apareció una señora que sostenía en brazos a un pequinés al que daba besos como si fuera un niño.
VÍA PULCHRITUDINIS
El problema no es golpear la estatua de un genio de la literatura sino la indolencia de aquellos que deberían educar a unos niños
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