El guionista de La isla mínima y El hombre de las mil caras insiste en reconstruir la memoria perdida de la otra Transición desde un thriller emocional, pautado y desmedido Leer El guionista de La isla mínima y El hombre de las mil caras insiste en reconstruir la memoria perdida de la otra Transición desde un thriller emocional, pautado y desmedido Leer
«Las cosas podrían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así». La frase, de sobra conocida, es de Miguel Delibes, de su novela El camino, y adorna a modo de certeza, advertencia y hasta consejo el frontispicio de la recién inaugurada casa museo del escritor. Se diría que Golpes, la primera película como director del guionista y sevillano Rafa Cobos, comparte con la sentencia más que lo que nunca nadie sospechó. De entrada, las dos se encuentran ahora mismo en Valladolid. Una de forma permanente y la otra como de paso, puesto que la cinta se acaba de presentar en la sección oficial de la Seminci. Pero hay más. Algo de la fatalidad no fingida, del reconocimiento pausado o de la gravedad sin aspavientos, como se quiera, de la reflexión del escritor destila por entero una película que, en efecto, se esfuerza en devolver a la memoria el valor de lo inmutable, de lo que fue y por la razón que fuere se olvidó (o se ocultó). Cobos ha hecho de su primer trabajo a los mandos para el cine (para la tele ya completó El hijo zurdo) un perfecto compendio de todas y cada de las obsesiones que ha perseguido en la escritura siempre pendiente del rastro de sangre que las heridas del pasado dejan en el presente, siempre empeñado en el relato claro y febril al mismo tiempo de cómo sucedieron las cosas. Todo podría haber sido de la manera que algunos se empeñaron en contar, pero no, fue como fue.
La película cuenta la historia de dos hermanos a los que encarnan con la solidez cierta que siempre les acompaña Luis Tosar y Jesús Carroza. Estamos en los años 80. El primero es policía y el segundo sale de la cárcel. En el pasado —tan en el pasado que fue el principio de todo— el padre de ambos fue asesinado en la Guerra Civil. Separados desde niños y desde la muerte del progenitor, uno acabó por adaptarse a lo que vino después, el otro no. Y así hasta llegar a los nuevos tiempos de democracia, de borrón y cuenta nueva, de Transición. Y es entonces cuando ni las cuentas ni los relatos cuadran. Los recuerdos de unos nada tienen que ver con el olvido forzado de casi todos. El personaje de Carroza se empeñará en recuperar el cuerpo abandonado en cualquier cuneta (en su caso, en medio del campo) del padre, aunque para ello tenga que robar antes mil bancos para poder pagar el trozo de tierra que oculta los huesos. El de Tosar hará lo indecible, gajes del oficio (recuérdese, es policía), por evitarlo. Uno quiere recuperar la evidencia de lo perdido, el otro solo desea simplemente olvidarse de lo ya olvidado.
Como es norma en el cine dirigido por Alberto Rodríguez y firmado por Cobos desde 7 vírgenes a la serie pendiente de estrenar Anatomía de un instante pasando por Grupo 7, La isla mínima, El hombre de las mil caras o la inminente en la cartelera Los tigres, la idea es servirse de las herramientas del thriller para desarmarlo por dentro. El espectador es invitado a reconocer y reconocerse en las reglas de sobra populares del cine de atracos, de policías desesperados y ladrones a la desesperada. Y así hasta que los personajes, sus paisajes y sus pasiones (esto también es de Delibes) acaban por ocuparlo todo. Golpes es cine negro que de manera tan sabia como atrevida da el cambiazo (o el tirón) hasta transformarse en tragedia, en pura y evidente tragedia familiar.
La novedad esta vez es que la referencia nada oculta es el llamado cine quinqui por lo que tiene de diferente, de inclasificable y de olvidado. Al quinqui, de hecho, siempre le costó ser alguien. Fue más bien una amenaza y una promesa. Ponía en peligro el mundo estable, pero a la vez anunciaba la fiebre de la aventura. Si se quiere, el héroe de extrarradio que pobló los años de la Transición de tirones, rumbas y coches 1430 conserva aún un estatuto ontológico inestable; no se sabe muy bien si es payo o gitano; aparece en el espacio límite de la diferencia, en los márgenes de la sociedad de consumo que añora y desea tanto como desprecia. Y Golpes hace suyo todo este legado para reivindicarlo, pasarlo a limpio y devolverle tanto el alma como la propia dignidad. Y la verdad, incluso. La memoria democrática o histórica llega de forma radical y literal al cine quinqui. Durante todo lo que dura la cinta, las imágenes documentales de la Sevilla de los 80 según la mirada de Juan Sebastián Bollaín aparecen para certificar que la ficción para ser fabulación cierta ha de ser sobre todo real. Y de repente, las cosas fueron como fueron. Podrían haber sido de otro modo, pero no.
Golpes es debut, pero a su modo también es el cierre y consecuencia de un ciclo que ha alimentado una forma de ver el cine desde el principio del milenio. En la aspiración de cada uno de los textos de Cobos siempre ha latido la necesidad de hacer coincidir la vida íntima de sus personajes con la existencia de un barrio, una ciudad, un país entero. De la mano de un guion coescrito por Fernando Navarro, esa aspiración es ahora necesidad. Los tipos que encarnan Tosar y Carroza son mucho más que metáforas de su tiempo, son, en carne viva, su tiempo, nuestro tiempo. El resultado es una película admirable en su ambición, febril en cada unos de sus pasos y emocionante hasta el agotamiento. Quizá el único problema resida en su deseo por momentos no controlado de contarlo todo, abrazarlo todo, recordarlo todo. Pero lo debuts están obligados a pagar el tributo de la desmedida y bien está que así sea. Al final queda lo que tiene que quedar; es decir, Delibes: «Las cosas podrían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así».
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