La fotógrafa mexicana, Premio Princesa de Asturias de las Artes, continúa su labor con la cámara como un referente del último medio siglo, retratando mujeres, fiestas y liturgias, pájaros, volcanes, piedras, siempre en blanco y negro, dotada de una rotunda lucidez de naturaleza inconformista Leer La fotógrafa mexicana, Premio Princesa de Asturias de las Artes, continúa su labor con la cámara como un referente del último medio siglo, retratando mujeres, fiestas y liturgias, pájaros, volcanes, piedras, siempre en blanco y negro, dotada de una rotunda lucidez de naturaleza inconformista Leer
Sucedió así: en el intercambio de correos electrónicos hubo un pacto de día y hora para la conversación telefónica. Era necesario afinar bien porque el desfase temporal entre Ciudad de México y Madrid es de ocho horas. Ciudad de México va en esto por detrás de Madrid. Graciela Iturbide sugirió las «8.00» en España. Y a las 8.00 en España es la medianoche mexicana. E hicimos lo presuntamente convenido. Descolgó el teléfono una mujer de voz agrietada. Después de los saludos comenzó una charla cordial que iba de un lado a otro, sin timón, muy en gracia del azar. El diálogo derivó en el surrealismo: «No tuvo razón André Breton [pope del movimiento surrealista]. No tuvo razón al considerar México el territorio más surrealista del mundo. Esa es una etiqueta fácil. A los europeos les gusta etiquetarnos de la manera que les conviene a ellos, absurda y paternalista. México no es surrealista, sino complejo. Triste. Fuerte. Hermoso. Grande en problemas… Discúlpeme, estoy agotada y adormilada… ¿Qué hora es allí? Porque usted me pilló en la cama. Es más de medianoche aquí. ¿Y si continuamos en unas horas? Creo que hubo una confusión horaria. Al hablar de surrealismo me he dado cuenta…». Colgamos.
La llamada continuó así: 12 horas después. A las ocho de la tarde en Madrid y el mediodía en Ciudad de México, Graciela Iturbide, con una voz de naturaleza brava y despierta, aclarada la confusión de los relojes, da cuerda a su vida, explica en qué anda trabajando, recuerda, vuelve al ahora, echa de nuevo la vista atrás, se entusiasma. Tiene 83 años. Es una de las fotógrafas más relevantes de Latinoamérica en el último medio siglo. Algunas de sus imágenes de la realidad mexicana son parte de la identidad del país y dan cuenta de la riqueza híbrida de un territorio, pero además de las desigualdades y del atavismo y del forcejeo de la miseria. También sus retratos de mujeres rurales son la voz en alto de una denuncia por la invisibilidad, por el sometimiento en tantos casos, por la explotación, por la verdad terrible de los feminicidios. Graciela Iturbide es de origen vasco, asturiano, jienense. Mexicanísima y memoriosa. Su lugar escogido para trabajar es la gente. El paisaje y la gente.
«Continúo fotografiando a esta edad mía. Salgo de viaje, busco lugares a los que aún pueda acceder, fiestas rurales, espacios que aún me despiertan asombro…», dice Iturbide. «Porque el asombro es mi agua. Y allá donde algo me levanta el interés acudo con mi cámara, con los rollos, con lo necesario para seguir en lo mío. Porque yo sigo fiel a lo analógico. No he tomado una foto digital aún, nada de eso. Salir a la calle, retratar, volver a casa, sacar los rollos, entrar al laboratorio, donde sucede el otro instante decisivo que complementa y sigue al que promulgaba mi amigo Henri Cartier-Bresson».
Cuando a Graciela Iturbide le comunicaron la concesión del Premio Princesa de Asturias de las Artes 2025 se le abalanzaron desde la memoria los ecos de los abuelos, las historias de los bisabuelos. Y lo tarde que llegó a la fotografía. «Iba para el cine, pero mi familia, profundamente católica y conservadora, no lo veía bien. Mi casa era de mucho obispo, arzobispo, Opus Dei… Imagínese. No permitieron que fuese a la universidad, así que me casé muy jovencita; qué se yo, a los 19 años. El papá de mis tres hijos, que entendía mi deseo por el cine, permitió que ingresase en el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos de la Universidad Nacional Autónoma de México. Ahí conocí a Manuel Álvarez Bravo, el gran fotógrafo mexicano. Fue mi profesor. Entonces, fascinada por lo que explicaba y por su trabajo, giré hacia la fotografía», explica. Durante un año, entre 1970 y 1971, se empleó como ayudante de Álvarez Bravo. Junto al maestro aprendió de golpe mucho de lo que sabe. «Admiré tanto a Álvarez Bravo…», ataja. Viajó con él por México, por Cuba, por Canadá… Y en 1972 se independizó para ser Graciela Iturbide a jornada completa. Entonces empezó la fiesta.
Algunas fotografías de Graciela Iturbide son patrimonio del oficio: retratos de gente, paisajes del desierto, y pájaros, y piedras, y volcanes. Imágenes como Mujer Ángel (1979), donde una mujer Seri (uno de los pueblos indígenas mexicanos) camina por el desierto de Sonora; y Nuestra Señora de las Iguanas (1979), donde aparece una mujer de Juchitán (Oaxaca) que vende los reptiles saurios que transporta en su cabeza. Otras imágenes icónicas son El baño de Frida (1940), donde captura el baño de la pintora en su casa de Coyoacán, y la serie Pájaros en el poste. «Mis trabajos salen principalmente de encuentros fortuitos cuando mi corazón late por algo y el ojo lo capta. Creo en el azar. Me suceden muchas cosas que tienen que ver con eso». Por ejemplo, descubrió los pueblos originarios de México gracias al azar de conocer al pintor Francisco Toledo, al que los indígenas adoraban por su generosidad. «Él me introdujo en Juchitán y allí estuve yendo y viniendo unos 10 años hasta ganarme la confianza de las mujeres y poder retratarlas. De ahí salió un libro interesante, Juchitán de las mujeres, que impulsó la escritora Elena Poniatowska. Y pasó igual con los Seris del desierto del norte de México, que son más sobrios, algo más inaccesibles, pero que me terminaron acogiendo entre ellos. Conocer a estos grupos indígenas ha sido vital para mí. Por puro azar conviví con ellos a fondo».
La fotografía de Graciela Iturbide se alimenta de lo que no se ve. Esa manera de extraer una crónica de lo invisible le viene de su pasión lectora por los místicos hispánicos: san Juan de Jesús, santa Teresa de Ávila, sor Juana Inés de la Cruz… «Los he leído con pasión. No soy creyente, pero el misticismo me interesa. La liturgia en general. Leer ha sido una de mis labores principales. El Siglo de Oro lo conozco bien porque han sido mis compañeros de muchas horas de poesía. Leer es lo que más he hecho. Eso y platicar con la gente. Escuchar. Darme cuenta. Y los viajes. Cuánto he viajado. Ahora no puedo hacerlo con la libertad de antes porque México está bien peligroso. El narco y la violencia que acarrea ha envilecido el país. Ahora todo es peligroso aquí. Sólo puedo ir a sitios cercanos donde me sienta segura. Y cada vez son menos».
En su obra, hermosa y telúrica, cargada de misterio, asoma un respeto y un combate. Feminismo y memoria: «No fotografío la violencia contra nosotras, pero implícitamente está en una parte de mi trabajo. Sí, soy feminista. Como mujer me refugio con las mujeres porque son las que me cuidan. En tantos lugares en los que he estado han sido ellas las que me han tendido la mano, las que me han permitido hacer, las que se han hecho mis cómplices». Ella también tiene una condición bien fijada de mujer mestiza. «Porque lo soy. Porque vengo del cruce de las sangres. Cuando la gente se enoja con el asunto de la hispanidad qué puedo decir yo si soy mezcla entera y ése es mi orgullo. Si has leído bien lo que ocurrió en aquella época no es posible hablar de buenos y de malos. La historia dice cosas ciertas, pero también invita a la ilusión y a la invención. A qué viene tanto enfrentamiento por algo así… Es mucho peor lo que tenemos ahora. Eso sí es peligroso».
Habla de Trump, claro. «Es un momento horrible donde el protagonista del mundo es irremediablemente un ser infame. Trump es un loquito empeñado en salvar el mundo cuando en verdad nos empuja cada día al desastre. No se atreve del todo con México, pero es porque aquí se están haciendo negocios con él. Nosotros no queremos a Trump. Todo lo que ofrece es caos».
No contempla alejarse de la fotografía. Aún sale por ahí. Y revela. Y tiene miles de contactos por repasar y otras miles de fotografías de las que dudar. «Mi archivo aún me va a dar bastante trabajo», dice. «Pero ahora tengo que seguir haciendo fotos. Estoy muy interesada en las piedras. He fotografiado piedras en México, en Japón, en Machu Picchu… La piedra puede ser el origen o el fin del mundo, aunque me interesa más la idea de origen. ¿Sabes dónde sentí la extrañeza de estar ante el principio de algo asombroso? En Lanzarote. Aquel paisaje volcánico me impactó mucho y me hizo pensar. Las fotografías deben hacer pensar. Y casi siempre hacen pensar después de hacerlas, cuando has descartado muchas escenas del mismo lugar. De repente, una se rebela. De repente, una habla… Me sucedió también en el tiempo que estuve en Italia. El arte, el cine, todo me importaba. En Italia, por ejemplo, mi padre tutelar fue Pier Paolo Pasolini. Me parece terrible que el comunismo lo sacara del partido, que lo abandonara…«.
Cuando Graciela Iturbide no fotografía es profundamente infeliz. Pero para fotografiar necesita también imaginar. «La imaginación tiene mucho que ver con lo que miro, con lo que encuentro y con la fotografía. Brassai creía que la imaginación era importante en la fotografía», dice. A España ha llegado con alguna de las cámaras que tiene por favoritas: Leica M6, Mamiya (formato medio) y una Rolleiflex antigua. Sin plan. Sin guion. A recoger el premio y a recobrar el rumor de sus antepasados asturianos. Quién sabe qué puede aparecer cuando no esperas nada. Hace unos meses comenzó a leer a Baruch Spinoza y quizá una de sus ideas le impulsa en estos días: «Todo cuanto sucede, sucede por necesidad». Es por eso que lleva siempre una cámara colgada al hombro.
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