La respuesta es tan obvia que muy pocos ucranianos se preguntan contra quien luchan. En las ciudades de primera línea, sin embargo, no es tan sencillo. La diferencia entre nosotros y ellos es poco clara. La frontera indica hasta dónde llega el poder de Rusia y Ucrania, pero a las familias divididas por esta línea administrativa no les hables de soberanía y jurisdicción. Ni siquiera hace falta que tengan familiares separados, basta con un sentimiento de pertenencia a Rusia, Ucrania o a ambas naciones, y no querer elegir una a costa de la otra.
La identidad rusa y ucraniana desgarra a una comunidad que no hacía distinciones antes del conflicto
La respuesta es tan obvia que muy pocos ucranianos se preguntan contra quien luchan. En las ciudades de primera línea, sin embargo, no es tan sencillo. La diferencia entre nosotros y ellos es poco clara. La frontera indica hasta dónde llega el poder de Rusia y Ucrania, pero a las familias divididas por esta línea administrativa no les hables de soberanía y jurisdicción. Ni siquiera hace falta que tengan familiares separados, basta con un sentimiento de pertenencia a Rusia, Ucrania o a ambas naciones, y no querer elegir una a costa de la otra.
Cuando los gobernantes lo permiten, las fronteras son lugares de encuentro. En estos casos, el poder del Estado sobre las personas y las cosas se acomoda a las relaciones humanas, a la gente que quiere ir y venir sin que le pregunten, sin que le exijan pasaportes ni visados porque la tierra al otro lado también es suya.
Aquí, en Sumy, en un parque junto al río Psel, la dimensión civil del conflicto se manifiesta con todo su dramatismo. A nadie se le escapa que bombardear a un enemigo que antes era tu semejante, tu vecino y compañero, tiene consecuencias que llevará varias generaciones resolver.
Decae el día y las parejas se sientan en los bancos con comida y bebida traída de casa. Cenan explicándose la jornada y contemplando la puesta de sol. La detonaciones de la artillería cubren el piar de los pájaros. El frente está cerca, a una decena de kilómetros de distancia, pero es como si no existiera.
Que la guerra se interiorice, sin embargo, no implica que no te afecte. El decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Sumy me dice que el 60% de los ucranianos sufre estrés postraumático.
Una pareja me invita a conversar en el parque del río Psel . Sufre un evidente desajuste emocional. Basta un “cómo va todo” para que la mujer se confiese. “No queremos seguir luchando –me dice apretándome la mano–. La guerra solo beneficia a Zelenski. Es tan corrupto que gana mucho dinero con ella. Hay que hablar con Rusia. Es nuestro vecino. ¿Qué es esto de que ahora aquí nadie hable ruso si era lo único que hablábamos? ¿Por qué nuestros vecinos se avergüenzan de su lengua?”
Muchos ucranianos consideran que es muy difícil hablar el idioma del agresor, pero esta pareja no cree que sea bueno cambiar de identidad porque la frontera cambie de sitio. “Somos rusos en Ucrania y queremos seguir siéndolo. ¿Qué hay de malo?”
“Somos rusos en Ucrania y queremos seguir siéndolo. ¿Qué hay de malo?”, me dice una médico
Ninguno de los dos quiere dar su nombre y, aún menos, dejarse fotografiar, pero ella explica que es anestesista y que no puede más. “Gano el equivalente a unos 400 euros al mes y estoy harta de anestesiar a soldados que llegan reventados, medio rotos, sin piernas ni brazos. Es agotador, física y mentalmente. Hay que parar esto. No se trata de claudicar ante Putin, pero hay que detener la masacre”.
A Vasyl Karpusha, rector de la Universidad de Sumy, también le gustaría parar la guerra, pero no con un compromiso, sino con una victoria. “La única solución es que Rusia se retire. No renunciaremos a la tierra ni a nuestra identidad. Somos ucranianos y no podemos ser otra cosa”.
El ucraniano y el inglés han sustituído al ruso en las pruebas escritas. “Puedes hablar ruso, pero no examinarte en ruso”, precisa el rector. “Putin no tenía que proteger a los ucranianos rusófonos porque no estaban perseguidos. Las dos comunidades convivían sin problemas. Yo mismo, que nací en el oeste, solo hablaba ruso cuando llegué aquí hace 30 años.”
La convivencia ya no será posible. Lo impiden los muertos, los miles de víctimas militares y civiles. Entre ellas, pesan mucho las del domingo de Ramos de este año. A las diez de la mañana, con las calles animadas, dos misiles rusos cargados con explosivos de racimo destruyeron dos edificios universitarios en el centro de la ciudad. Murieron 34 personas y 117 resultaron heridas, incluidas 15 niños. El ataque anuló las ceremonias de licenciatura.
Me uno a la familia El Idrissi en el acto de entrega del diploma de licenciado en Medicina al joven Samir. Es una ceremonia muy sencilla, en una sala de juntas de la universidad. El rector Karpusha pronuncia unas palabras protocolarias y posa para las fotos. Samir nació en Sumy y es hijo de Mohamed y Larysa El Idrissi.
Mohamed y Larysa se conocieron estudiando medicina en la misma universidad, se casaron y se fueron a vivir a Marrakech. Mohamed es hoy alcalde de Marrakech y Larysa tiene una consulta en un centro de atención primaria. En casa hablan ruso y darija, el dialecto árabe marroquí.
Samir El Idrissi, licenciado en Medicina, no quiere que la guerra condicione su vida

Justo Almendros
Samir tiene una novia ucrania, compañera de curso. Le gustaría ser cirujano, pero le tienta ser oftalmólogo y vivir en los Emiratos Árabes. “Se gana mucho más dinero”, asegura con los ojos como platos. Pronto cumplirá 25 años, la edad de ir a filas. Se ha matriculado para estudiar la especialidad y confía en que el Ejército le conceda una excedencia. Su madre sufre. Preferiría que no luchara.
Samir tiene prohibido salir de Ucrania porque el Estado no puede permitirse perder más jóvenes y él asume su destino: “Preferiría no luchar, pero la decisión no depende de mi”.
Gracias a su identidad poliédrica ve el conflicto con cierta distancia, por encima de las fronteras políticas y las identidades étnicas. Se siente ucraniano y marroquí. Habla ruso, ucraniano, inglés y darija. No quiere que la guerra condicione su vida.
En enero, cuando la tropas rusas casi alcanzaron el centro de Sumy, se refugió en casa de su abuela, a las afueras de la ciudad. Luego regresó a su apartamento en el centro. Es pragmático y no acumula la rabia y la melancolía que desborda a tantos ucranianos. “Yo voy a lo mío. Quiero ser médico y esta es una buena Universidad para intentarlo”.
Le incordian las alarmas. Le cortan el sueño y le dificultan que se concentre en los estudios. Pero ahí se quedan. Para él no son un túnel al pasado, a los lamentos del victimismo.
Sumy está lleno de estos túneles que conducen a los agravios de la historia. Por ellos circulan las traiciones entre vecinos, personas que fueron iguales bajo el yugo soviético, pero que la libertad ha hecho diferentes.
La anestesista del parque me da a entender que no le importa demasiado si los heridos fallecen en la mesa de operaciones y a su pareja se le escapa un antisemitismo ancestral. Debería estar movilizado, pero falsifica papeles y soborna a los funcionarios para no ir: “No pienso luchar para Zelenslki y los judíos como él”.
Samir no entiende de odios étnicos y religiosos porque nació con el cambio de siglo, cuando la historia era tan ligera que parecía muy fácil desprenderse de ella.
La guerra, sin embargo, devuelve a Sumy a su origen en 1652 como fortaleza cosaca contra los ataques de los tártaros de Crimea. Samir es prisionero de este destino. Sueña con Dubái pero los rusos acechan.
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