Dice John Maxwell Coetzee (1940) que admira «los diálogos que crean la ilusión de que el hablante está pensando», y eso es exactamente lo que van a leer en estas páginas. Al escritor y premio Nobel sudafricano nunca le han gustado mucho las entrevistas. «No leo entrevistas con escritores, me aburren», dice. Sin embargo, ha decidido revisar algunas de las preguntas que le hicieron durante los últimos cinco años, con el reto implícito de volver a responderlas. De pensar nuevas respuestas sobre estos temas que hoy le importan, y van desde las traducciones propias y ajenas a la vida de sus personajes, que no son sus hijos. Confiesa que añora una inmersión en el afrikáans, la lengua de su infancia, y valora la música que encuentra dentro del inglés de su prosa. Lo que van a leer es el resultado de este ejercicio de pensamiento retrospectivo. Una rareza, algo único.—¿En qué ha cambiado como lector su labor de traductor? —Cuando era joven escribí poesía, pero nunca fui un buen poeta. En cuanto a la traducción, he traducido poesía y prosa del neerlandés y el afrikáans. También he colaborado estrechamente con traductores de mi propia obra en idiomas que más o menos domino: en alemán, neerlandés, francés y, recientemente, en español. Mi trabajo con los traductores no ha hecho sino ahondar mi respeto por ellos y por la labor que realizan. ¿Cómo ha cambiado mi manera de leer mi actividad en el campo de la traducción? A veces me permite vislumbrar el original a través de la celosía de la traducción. Sin embargo, ha afectado más profundamente mi manera de escribir que de leer. El tipo de inglés que uso para escribir se ha hecho más transparente con los años, depende menos de las formulaciones verbales idiosincrásicas del inglés. Un ejemplo de ello nos ofreció el novelista Joseph Conrad , cuya lengua materna era el polaco, aunque escribía en inglés. Conrad dijo que intentaba evitar la palabra «roble» (oak), porque en Inglaterra no solo significaba un género de árbol, sino que también connotaba estabilidad, fiabilidad e incluso la propia identidad inglesa (la imagen que los ingleses tienen de sí mismos). —¿Es siempre posible la traducción o tiene límites inherentes, sobre todo cuando se traduce entre idiomas muy distantes entre sí? —Es una pregunta profunda para la que solo puedo esbozar una respuesta. Supongamos que estoy traduciendo un texto de una cultura remota, distante de nosotros en el tiempo o por su manera de concebir el mundo; y supongamos que me enfrento con una palabra que me parece intraducible, en el sentido de que no puedo dar con un equivalente en mi propio idioma. Se presentan dos posibilidades: o bien creo saber su significado, pero no encuentro un equivalente, o bien su significado escapa a mi entendimiento (porque conceptualmente dista demasiado de mí). En el primer caso, puedo recurrir a una paráfrasis o a una glosa que explique al lector el significado de la palabra, con la mayor aproximación que permita mi propio idioma. No es una solución ideal, pues rompe el hechizo al recordarle al lector que está leyendo una traducción, pero es preferible a ofrecer una traducción inexacta sin indicar de alguna manera que es inexacta. En el segundo caso no hay nada que yo, como traductor, pueda hacer salvo reconocer mi impotencia ante al lector.J. M. Coetzee (Ciudad del Cabo, 1940) Pep Dalnau—Su dedicación a promover intercambios entre las literaturas sudamericana, africana y australiana es muy interesante. ¿Podría contarnos más sobre ese propósito? —He procurado, modestamente, presentar a escritores del hemisferio sur al público del hemisferio sur sin la intervención de editores, críticos y académicos del norte, a quienes tengo por los porteros, es decir, la gente que decide qué libros de Latinoamérica se traducirán al inglés y cuáles no, qué personas del sur se promocionarán en todo el mundo y cuáles no y, sobre todo, qué historias propias del sur serán admitidas en el repertorio de la literatura mundial y cuáles no. Entre 2015 y 2019 ocupé una cátedra en la Universidad San Martín de Buenos Aires, donde dediqué mis energías a reunir a escritores de tres continentes muy alejados geográfica y lingüísticamente, pero que, me parece, se afilian por su historia y su relación con la tierra. Por un lado, me refiero a la vasta literatura latinoamericana, sobre todo a la argentina; por otro, a las literaturas menos extensas, pero aun así considerables, de Sudáfrica y Australia. Como parte de mis cometidos docentes invité a Argentina a escritores del sur de África y Australia a impartir cursos sobre sus respectivas literaturas. A estos cursos asistieron no solo alumnos de Buenos Aires, sino también de otras regiones del país y de América Latina en general. Mi principal interés era que los estudiantes de las tres literaturas se reunieran y relacionaran con escritores en el sur, sin la mediación del norte, sin tener que someterse a los porteros culturales de las metrópolis del norte. Al referirme a las literaturas del sur no empleo el término «sur global». Y obedece a una razón. Me parece que el sur es una parte real del mundo, una parte del mundo con un clima y una flora y fauna propios, en efecto, con más que meras peculiaridades naturales en común, con profundas semejanzas históricas y culturales. Estas semejanzas comprenden historias de colonización prolongadas y complejas. El llamado «sur global», en cambio, es un mero concepto, una abstracción inventada por los sociólogos. Es el «otro» negativo del norte, un lugar de carencias: carencia de riqueza, carencia de infraestructuras, carencia de comunicaciones.«No leo entrevistas con escritores. Me parecen aburridas. Los escritores no son personas interesantes»—¿Le preocupa lo que la traducción hace a sus libros? —Algunos teóricos de la traducción sostienen que esta es siempre insuficiente, que el texto traducido siempre es deficitario respecto del texto original. Me parece que este supuesto déficit es variable según el caso. Puede ser acusado, por ejemplo, en la poesía; pero en el género de prosa que escribo, creo que el déficit, la diferencia entre el original y la traducción, puede —en manos de un buen traductor— reducirse o incluso desaparecer. Trabajo en estrecha colaboración con mis traductores en varios idiomas, y creo que las versiones que producen no son de ningún modo inferiores al original. —En ‘The New Yorker’ leemos que está librando una guerra contra el inglés global. ¿Puede decirnos algo más al respecto? —«Guerra» no es la palabra justa. Pero no tengo motivos personales para ser fiel al idioma inglés y no me parece que mis libros estén más «en casa» en inglés que en cualesquiera de los idiomas a los que se traducen. También abrigo intensos recelos sobre la difusión del inglés como lengua de la educación, el comercio y los asuntos públicos en países donde carece de profundas raíces culturales, como es el caso destacado de Sudáfrica. No me opongo al uso del inglés como lengua franca en la diplomacia, el comercio, el turismo, etcétera. Aunque sí me resisto a la extinción de las llamadas lenguas minoritarias en favor del inglés. Me desagrada sobre todo el efecto que su dominio mundial causa en los países anglófonos, donde fomenta la convicción de que solo es necesario dominar un idioma, es decir, el inglés. —¿Qué papel desempeña el afrikáans en su vida? —Fui educado, desde los doce años, en inglés. Escribo en inglés. He estado casado dos veces, ambas con mujeres angloparlantes. Mis hijos asistieron a colegios de enseñanza inglesa. Los entornos profesionales en los que me desenvuelvo son angloparlantes. Desde principios de siglo resido en Australia, un país monolingüe en inglés. Pero mi vida «inglesa» siempre me ha parecido un poco una impostura. Ahora que se acerca el final, me encuentro añorando una nueva inmersión en el mar del afrikáans, en el que soy una persona más ligera y (creo que) mejor. —¿Cree que su estilo acusa de influencia cinematográfica? ¿Ha intentado adrede incorporar alguna técnica del guionismo en su narrativa, como escribir «por escenas» o emplear el diálogo para transmitir aspectos importantes de la trama? —Casi todas las influencias duraderas en la sensibilidad, el estilo o el modo de ver el mundo de un escritor ocurren cuando él o ella es joven. Creo que me influyó profundamente el cine europeo de los años sesenta ( Bergman , Godard, Wajda), así como la fotografía. También recibí influencia de escritores que a su vez estaban influidos por el cine (Robbe-Grillet). No tuve un guion de cine frente a mí hasta la década de los ochenta y sin duda no me influyeron las convenciones de la escritura de guiones. Al igual que con los diálogos: los de la mayoría de las películas me parecen más bien pobres, utilitarios y sin duda nada dignos de imitar. Admiro los diálogos que crean la ilusión de que el hablante está pensando, en lugar de limitarse a repetir los parlamentos de la página. Por esa razón no me gusta asistir a los montajes de obras de Shakespeare: los actores suenan como si repitieran de memoria los parlamentos, en lugar de esforzarse por crear, ante nuestros ojos, las palabras que convienen a sus pensamientos.«Soy consciente de que los críticos de la apropiación pueden fruncir el ceño ante la mención del «poder empático del gran arte para superar los límites del género y la raza»»—A menudo se pide a los escritores que sean comentaristas del mundo. Es también el caso de usted. ¿En qué medida puede el escritor ser un observador o intérprete privilegiado de la realidad? —Los novelistas no son observadores o intérpretes privilegiados de la realidad. Dediqué un libro —de hecho, una novela— titulado ‘Diario de un mal año’ al aprieto de un narrador al que los periodistas o editores le piden sin cesar que manifieste su parecer sobre asuntos de actualidad. «¿Por qué me preguntan a mí?», es su respuesta. Sostener que el artista tiene superior acceso a la verdad es una de las falacias del Romanticismo. —Toda entrevista con un escritor supone siempre la pretensión de adentrarse en el misterio de sus creaciones. ¿Comprende usted esta fascinación? ¿La comparte? —No, no la comparto. No leo entrevistas con escritores. Me parecen aburridas. Los escritores no son personas interesantes. Su singular competencia estriba en escribir, no en hablar. —¿Escribe con música de fondo (música al margen de la música del texto)? —Conozco a escritores que trabajan con música de fondo. Me parece un hábito incomprensible. Si escucho música mientras compongo las oraciones, los ritmos de la música atajan los de la prosa que intento escribir. Incluso sostendría que la forma estética de la música interfiere con la forma de la prosa que escribo. Creo que no conozco a poeta alguno que escriba con música de fondo. ¡Y entiendo por qué! —¿Cómo crea a sus personajes? ¿Se basan en personas de la vida real? —Siempre he sido indiferente a las figuras que pueblan mi narrativa, incluso a su proveniencia: ¿son aspectos de mí mismo, versiones corregidas de personas que he conocido en la vida real, versiones corregidas de figuras que he encontrado en las novelas? A veces pienso en ellas como almas nonatas a las que oigo arañar la ventana, rogando que las dejen entrar. Si son nonatas, entonces me convierto en una suerte de comadrona que las ayuda a venir al mundo. Comadrona, no madre. No concibo a las figuras de mis libros como mis hijos. En cuanto nacen, siempre que tengan suficiente fuerza vital interior, reafirman su individualidad, su separación de mí. Esta falta de curiosidad por el origen de los personajes de mis libros se extiende a otros elementos de mi escritura. Por ello, no me interesa preguntarme por qué escribo. No me interesa saber por qué las historias que decido contar están ambientadas en un tiempo y lugar determinados: en lo que a mi concierne, las historias llegan de la nada, en forma embrionaria, y mi tarea es desentrañar sus implicaciones, desarrollarlas y llevarlas a plenitud en la página. ¿Por qué tal desinterés? Por supuesto que no pretendo sostener que estas cuestiones no sean importantes: qué relación guardan los personajes de ficción con el mundo real, por qué los narradores eligen relatar las historias que cuentan. Pero me parece que esas preguntas son objeto de la crítica literaria, y no tengo la obligación de ejercer la doble profesión de escritor y crítico de mi propia obra. De hecho, es posible que la curiosidad crítica sea contraproducente a la creación literaria, al fomentar una conciencia paralizante.«No me habría entregado nunca a la carrera de escritor si se me hubiera advertido al principio que tendría que restringir mis exploraciones a las mentes de hombres blancos coloniales de clase media como yo»—¿Cómo le gustaría ser recordado? —Mi tío abuelo Albert du Biel fue un novelista que escribió en la década de los veinte, cuando apenas existía un corpus literario en la joven lengua afrikáans. En la historia más reciente de la literatura afrikáans, publicada en el siglo actual, la contribución de Albert du Biel a las letras de su nación se considera tan insignificante que solo se lo menciona en una nota al pie. Si en las historias de la literatura publicadas en el siglo XXII sigo estando presente, aunque solo sea en una nota al pie, me daré por satisfecho. —Afirma usted (irónicamente, por supuesto) que, tras mucha práctica, ha aprendido a escribir buenas oraciones en inglés. ¿Escribir buenas oraciones es un requisito para la excelencia literaria? —Por excelencia supongo que se refiere a la excelencia como novelista. No: hay muchos novelistas buenos e incluso excelentes cuyo repertorio estilístico es limitado o que no tienen buen oído (es decir, que son sordos al potencial rítmico o musical de la prosa) o cuya prosa tiene otras debilidades. Las fortalezas de tales escritores se apoyan en otros aspectos: en la composición dramática, en la perspicacia psicológica, etcétera.—Ha sido mi experiencia que leer un texto literario en su idioma original es como vivir el hecho real, en cambio, leer una traducción es como ver un vídeo de ese hecho. ¿Está en desacuerdo? —Se refiere usted al texto proveniente de la mano del autor como «el hecho real», pero a mí me parece que hay que demostrar, libro a libro, que el texto del autor es superior a cualquier traducción. No me sería difícil traducir un libro mediocre del afrikáans, un idioma que conozco bien, al inglés, otro idioma que conozco bien, y acrecentarlo, haciéndolo con ello un libro mejor. Me parece perverso admirar el torpe original por encima de la traducción pulida. —Se culpa a su obra de diversas clases de apropiación, entre las que destaca el de escribir encarnando a una mujer (lo cual ocurre en varios de sus libros). ¿Qué atractivo le supone el acto de apropiación? —La crítica a la apropiación obedece en buena medida a las políticas identitarias, que contrastan el conocimiento desde el interior de un grupo o clase con el conocimiento desde el exterior, esto último casi siempre encubierto bajo la objetivación del otro y el ejercicio de poder sobre él. Es preciso reconocer que, incluso cuando las intenciones del observador son puras, el conocimiento desde el exterior no puede ser tan auténtico como el conocimiento desde el interior, desde la experiencia personal. Cuando las intenciones del observador son más cuestionables, escribir desde fuera puede convertirse, en efecto, en una manera de apresar y dominar a las personas. Pero la teoría de la apropiación no se ha pensado adecuadamente en su totalidad y a fondo. Pasa por alto el poder empático del gran arte para superar los límites del género (piénsese en Natasha Rostov, de Tolstói) y de la raza (pensemos en Joe Christmas, de Faulkner). Además, la teoría carece de dimensión histórica. ¿Quién tiene derecho a escribir una novela ambientada en Bizancio, por ejemplo? Nadie, que yo sepa, pues ya no quedan bizantinos. Por último, incluso si es cierto que solo podemos conocernos a nosotros mismos desde dentro, ¿hasta dónde llega ese conocimiento? ¿No se amplía acaso el conocimiento de uno mismo cuando se refracta en la mirada del otro (pienso aquí en el escenario del psicoanálisis)? Soy consciente de que los críticos de la apropiación pueden fruncir el ceño ante la mención del «poder empático del gran arte para superar los límites del género y de la raza». Pero lo cierto es que los lectores de Tolstói o Faulkner (por citar solo a estos dos) suelen quedar abrumados por la experiencia y aducen al cabo términos como verdad e iluminación. ¿Se engañan a sí mismos? ¿Deben engañarse a sí mismos? Si deben engañarse a sí mismos, ¿por qué no deben engañarse a sí mismos sus críticos? No me habría entregado nunca a la carrera de escritor si se me hubiera advertido al principio que tendría que restringir mis exploraciones a las mentes de hombres blancos coloniales de clase media como yo. Demasiado aburrido.———Texto traducido por Aurelio Major Dice John Maxwell Coetzee (1940) que admira «los diálogos que crean la ilusión de que el hablante está pensando», y eso es exactamente lo que van a leer en estas páginas. Al escritor y premio Nobel sudafricano nunca le han gustado mucho las entrevistas. «No leo entrevistas con escritores, me aburren», dice. Sin embargo, ha decidido revisar algunas de las preguntas que le hicieron durante los últimos cinco años, con el reto implícito de volver a responderlas. De pensar nuevas respuestas sobre estos temas que hoy le importan, y van desde las traducciones propias y ajenas a la vida de sus personajes, que no son sus hijos. Confiesa que añora una inmersión en el afrikáans, la lengua de su infancia, y valora la música que encuentra dentro del inglés de su prosa. Lo que van a leer es el resultado de este ejercicio de pensamiento retrospectivo. Una rareza, algo único.—¿En qué ha cambiado como lector su labor de traductor? —Cuando era joven escribí poesía, pero nunca fui un buen poeta. En cuanto a la traducción, he traducido poesía y prosa del neerlandés y el afrikáans. También he colaborado estrechamente con traductores de mi propia obra en idiomas que más o menos domino: en alemán, neerlandés, francés y, recientemente, en español. Mi trabajo con los traductores no ha hecho sino ahondar mi respeto por ellos y por la labor que realizan. ¿Cómo ha cambiado mi manera de leer mi actividad en el campo de la traducción? A veces me permite vislumbrar el original a través de la celosía de la traducción. Sin embargo, ha afectado más profundamente mi manera de escribir que de leer. El tipo de inglés que uso para escribir se ha hecho más transparente con los años, depende menos de las formulaciones verbales idiosincrásicas del inglés. Un ejemplo de ello nos ofreció el novelista Joseph Conrad , cuya lengua materna era el polaco, aunque escribía en inglés. Conrad dijo que intentaba evitar la palabra «roble» (oak), porque en Inglaterra no solo significaba un género de árbol, sino que también connotaba estabilidad, fiabilidad e incluso la propia identidad inglesa (la imagen que los ingleses tienen de sí mismos). —¿Es siempre posible la traducción o tiene límites inherentes, sobre todo cuando se traduce entre idiomas muy distantes entre sí? —Es una pregunta profunda para la que solo puedo esbozar una respuesta. Supongamos que estoy traduciendo un texto de una cultura remota, distante de nosotros en el tiempo o por su manera de concebir el mundo; y supongamos que me enfrento con una palabra que me parece intraducible, en el sentido de que no puedo dar con un equivalente en mi propio idioma. Se presentan dos posibilidades: o bien creo saber su significado, pero no encuentro un equivalente, o bien su significado escapa a mi entendimiento (porque conceptualmente dista demasiado de mí). En el primer caso, puedo recurrir a una paráfrasis o a una glosa que explique al lector el significado de la palabra, con la mayor aproximación que permita mi propio idioma. No es una solución ideal, pues rompe el hechizo al recordarle al lector que está leyendo una traducción, pero es preferible a ofrecer una traducción inexacta sin indicar de alguna manera que es inexacta. En el segundo caso no hay nada que yo, como traductor, pueda hacer salvo reconocer mi impotencia ante al lector.J. M. Coetzee (Ciudad del Cabo, 1940) Pep Dalnau—Su dedicación a promover intercambios entre las literaturas sudamericana, africana y australiana es muy interesante. ¿Podría contarnos más sobre ese propósito? —He procurado, modestamente, presentar a escritores del hemisferio sur al público del hemisferio sur sin la intervención de editores, críticos y académicos del norte, a quienes tengo por los porteros, es decir, la gente que decide qué libros de Latinoamérica se traducirán al inglés y cuáles no, qué personas del sur se promocionarán en todo el mundo y cuáles no y, sobre todo, qué historias propias del sur serán admitidas en el repertorio de la literatura mundial y cuáles no. Entre 2015 y 2019 ocupé una cátedra en la Universidad San Martín de Buenos Aires, donde dediqué mis energías a reunir a escritores de tres continentes muy alejados geográfica y lingüísticamente, pero que, me parece, se afilian por su historia y su relación con la tierra. Por un lado, me refiero a la vasta literatura latinoamericana, sobre todo a la argentina; por otro, a las literaturas menos extensas, pero aun así considerables, de Sudáfrica y Australia. Como parte de mis cometidos docentes invité a Argentina a escritores del sur de África y Australia a impartir cursos sobre sus respectivas literaturas. A estos cursos asistieron no solo alumnos de Buenos Aires, sino también de otras regiones del país y de América Latina en general. Mi principal interés era que los estudiantes de las tres literaturas se reunieran y relacionaran con escritores en el sur, sin la mediación del norte, sin tener que someterse a los porteros culturales de las metrópolis del norte. Al referirme a las literaturas del sur no empleo el término «sur global». Y obedece a una razón. Me parece que el sur es una parte real del mundo, una parte del mundo con un clima y una flora y fauna propios, en efecto, con más que meras peculiaridades naturales en común, con profundas semejanzas históricas y culturales. Estas semejanzas comprenden historias de colonización prolongadas y complejas. El llamado «sur global», en cambio, es un mero concepto, una abstracción inventada por los sociólogos. Es el «otro» negativo del norte, un lugar de carencias: carencia de riqueza, carencia de infraestructuras, carencia de comunicaciones.«No leo entrevistas con escritores. Me parecen aburridas. Los escritores no son personas interesantes»—¿Le preocupa lo que la traducción hace a sus libros? —Algunos teóricos de la traducción sostienen que esta es siempre insuficiente, que el texto traducido siempre es deficitario respecto del texto original. Me parece que este supuesto déficit es variable según el caso. Puede ser acusado, por ejemplo, en la poesía; pero en el género de prosa que escribo, creo que el déficit, la diferencia entre el original y la traducción, puede —en manos de un buen traductor— reducirse o incluso desaparecer. Trabajo en estrecha colaboración con mis traductores en varios idiomas, y creo que las versiones que producen no son de ningún modo inferiores al original. —En ‘The New Yorker’ leemos que está librando una guerra contra el inglés global. ¿Puede decirnos algo más al respecto? —«Guerra» no es la palabra justa. Pero no tengo motivos personales para ser fiel al idioma inglés y no me parece que mis libros estén más «en casa» en inglés que en cualesquiera de los idiomas a los que se traducen. También abrigo intensos recelos sobre la difusión del inglés como lengua de la educación, el comercio y los asuntos públicos en países donde carece de profundas raíces culturales, como es el caso destacado de Sudáfrica. No me opongo al uso del inglés como lengua franca en la diplomacia, el comercio, el turismo, etcétera. Aunque sí me resisto a la extinción de las llamadas lenguas minoritarias en favor del inglés. Me desagrada sobre todo el efecto que su dominio mundial causa en los países anglófonos, donde fomenta la convicción de que solo es necesario dominar un idioma, es decir, el inglés. —¿Qué papel desempeña el afrikáans en su vida? —Fui educado, desde los doce años, en inglés. Escribo en inglés. He estado casado dos veces, ambas con mujeres angloparlantes. Mis hijos asistieron a colegios de enseñanza inglesa. Los entornos profesionales en los que me desenvuelvo son angloparlantes. Desde principios de siglo resido en Australia, un país monolingüe en inglés. Pero mi vida «inglesa» siempre me ha parecido un poco una impostura. Ahora que se acerca el final, me encuentro añorando una nueva inmersión en el mar del afrikáans, en el que soy una persona más ligera y (creo que) mejor. —¿Cree que su estilo acusa de influencia cinematográfica? ¿Ha intentado adrede incorporar alguna técnica del guionismo en su narrativa, como escribir «por escenas» o emplear el diálogo para transmitir aspectos importantes de la trama? —Casi todas las influencias duraderas en la sensibilidad, el estilo o el modo de ver el mundo de un escritor ocurren cuando él o ella es joven. Creo que me influyó profundamente el cine europeo de los años sesenta ( Bergman , Godard, Wajda), así como la fotografía. También recibí influencia de escritores que a su vez estaban influidos por el cine (Robbe-Grillet). No tuve un guion de cine frente a mí hasta la década de los ochenta y sin duda no me influyeron las convenciones de la escritura de guiones. Al igual que con los diálogos: los de la mayoría de las películas me parecen más bien pobres, utilitarios y sin duda nada dignos de imitar. Admiro los diálogos que crean la ilusión de que el hablante está pensando, en lugar de limitarse a repetir los parlamentos de la página. Por esa razón no me gusta asistir a los montajes de obras de Shakespeare: los actores suenan como si repitieran de memoria los parlamentos, en lugar de esforzarse por crear, ante nuestros ojos, las palabras que convienen a sus pensamientos.«Soy consciente de que los críticos de la apropiación pueden fruncir el ceño ante la mención del «poder empático del gran arte para superar los límites del género y la raza»»—A menudo se pide a los escritores que sean comentaristas del mundo. Es también el caso de usted. ¿En qué medida puede el escritor ser un observador o intérprete privilegiado de la realidad? —Los novelistas no son observadores o intérpretes privilegiados de la realidad. Dediqué un libro —de hecho, una novela— titulado ‘Diario de un mal año’ al aprieto de un narrador al que los periodistas o editores le piden sin cesar que manifieste su parecer sobre asuntos de actualidad. «¿Por qué me preguntan a mí?», es su respuesta. Sostener que el artista tiene superior acceso a la verdad es una de las falacias del Romanticismo. —Toda entrevista con un escritor supone siempre la pretensión de adentrarse en el misterio de sus creaciones. ¿Comprende usted esta fascinación? ¿La comparte? —No, no la comparto. No leo entrevistas con escritores. Me parecen aburridas. Los escritores no son personas interesantes. Su singular competencia estriba en escribir, no en hablar. —¿Escribe con música de fondo (música al margen de la música del texto)? —Conozco a escritores que trabajan con música de fondo. Me parece un hábito incomprensible. Si escucho música mientras compongo las oraciones, los ritmos de la música atajan los de la prosa que intento escribir. Incluso sostendría que la forma estética de la música interfiere con la forma de la prosa que escribo. Creo que no conozco a poeta alguno que escriba con música de fondo. ¡Y entiendo por qué! —¿Cómo crea a sus personajes? ¿Se basan en personas de la vida real? —Siempre he sido indiferente a las figuras que pueblan mi narrativa, incluso a su proveniencia: ¿son aspectos de mí mismo, versiones corregidas de personas que he conocido en la vida real, versiones corregidas de figuras que he encontrado en las novelas? A veces pienso en ellas como almas nonatas a las que oigo arañar la ventana, rogando que las dejen entrar. Si son nonatas, entonces me convierto en una suerte de comadrona que las ayuda a venir al mundo. Comadrona, no madre. No concibo a las figuras de mis libros como mis hijos. En cuanto nacen, siempre que tengan suficiente fuerza vital interior, reafirman su individualidad, su separación de mí. Esta falta de curiosidad por el origen de los personajes de mis libros se extiende a otros elementos de mi escritura. Por ello, no me interesa preguntarme por qué escribo. No me interesa saber por qué las historias que decido contar están ambientadas en un tiempo y lugar determinados: en lo que a mi concierne, las historias llegan de la nada, en forma embrionaria, y mi tarea es desentrañar sus implicaciones, desarrollarlas y llevarlas a plenitud en la página. ¿Por qué tal desinterés? Por supuesto que no pretendo sostener que estas cuestiones no sean importantes: qué relación guardan los personajes de ficción con el mundo real, por qué los narradores eligen relatar las historias que cuentan. Pero me parece que esas preguntas son objeto de la crítica literaria, y no tengo la obligación de ejercer la doble profesión de escritor y crítico de mi propia obra. De hecho, es posible que la curiosidad crítica sea contraproducente a la creación literaria, al fomentar una conciencia paralizante.«No me habría entregado nunca a la carrera de escritor si se me hubiera advertido al principio que tendría que restringir mis exploraciones a las mentes de hombres blancos coloniales de clase media como yo»—¿Cómo le gustaría ser recordado? —Mi tío abuelo Albert du Biel fue un novelista que escribió en la década de los veinte, cuando apenas existía un corpus literario en la joven lengua afrikáans. En la historia más reciente de la literatura afrikáans, publicada en el siglo actual, la contribución de Albert du Biel a las letras de su nación se considera tan insignificante que solo se lo menciona en una nota al pie. Si en las historias de la literatura publicadas en el siglo XXII sigo estando presente, aunque solo sea en una nota al pie, me daré por satisfecho. —Afirma usted (irónicamente, por supuesto) que, tras mucha práctica, ha aprendido a escribir buenas oraciones en inglés. ¿Escribir buenas oraciones es un requisito para la excelencia literaria? —Por excelencia supongo que se refiere a la excelencia como novelista. No: hay muchos novelistas buenos e incluso excelentes cuyo repertorio estilístico es limitado o que no tienen buen oído (es decir, que son sordos al potencial rítmico o musical de la prosa) o cuya prosa tiene otras debilidades. Las fortalezas de tales escritores se apoyan en otros aspectos: en la composición dramática, en la perspicacia psicológica, etcétera.—Ha sido mi experiencia que leer un texto literario en su idioma original es como vivir el hecho real, en cambio, leer una traducción es como ver un vídeo de ese hecho. ¿Está en desacuerdo? —Se refiere usted al texto proveniente de la mano del autor como «el hecho real», pero a mí me parece que hay que demostrar, libro a libro, que el texto del autor es superior a cualquier traducción. No me sería difícil traducir un libro mediocre del afrikáans, un idioma que conozco bien, al inglés, otro idioma que conozco bien, y acrecentarlo, haciéndolo con ello un libro mejor. Me parece perverso admirar el torpe original por encima de la traducción pulida. —Se culpa a su obra de diversas clases de apropiación, entre las que destaca el de escribir encarnando a una mujer (lo cual ocurre en varios de sus libros). ¿Qué atractivo le supone el acto de apropiación? —La crítica a la apropiación obedece en buena medida a las políticas identitarias, que contrastan el conocimiento desde el interior de un grupo o clase con el conocimiento desde el exterior, esto último casi siempre encubierto bajo la objetivación del otro y el ejercicio de poder sobre él. Es preciso reconocer que, incluso cuando las intenciones del observador son puras, el conocimiento desde el exterior no puede ser tan auténtico como el conocimiento desde el interior, desde la experiencia personal. Cuando las intenciones del observador son más cuestionables, escribir desde fuera puede convertirse, en efecto, en una manera de apresar y dominar a las personas. Pero la teoría de la apropiación no se ha pensado adecuadamente en su totalidad y a fondo. Pasa por alto el poder empático del gran arte para superar los límites del género (piénsese en Natasha Rostov, de Tolstói) y de la raza (pensemos en Joe Christmas, de Faulkner). Además, la teoría carece de dimensión histórica. ¿Quién tiene derecho a escribir una novela ambientada en Bizancio, por ejemplo? Nadie, que yo sepa, pues ya no quedan bizantinos. Por último, incluso si es cierto que solo podemos conocernos a nosotros mismos desde dentro, ¿hasta dónde llega ese conocimiento? ¿No se amplía acaso el conocimiento de uno mismo cuando se refracta en la mirada del otro (pienso aquí en el escenario del psicoanálisis)? Soy consciente de que los críticos de la apropiación pueden fruncir el ceño ante la mención del «poder empático del gran arte para superar los límites del género y de la raza». Pero lo cierto es que los lectores de Tolstói o Faulkner (por citar solo a estos dos) suelen quedar abrumados por la experiencia y aducen al cabo términos como verdad e iluminación. ¿Se engañan a sí mismos? ¿Deben engañarse a sí mismos? Si deben engañarse a sí mismos, ¿por qué no deben engañarse a sí mismos sus críticos? No me habría entregado nunca a la carrera de escritor si se me hubiera advertido al principio que tendría que restringir mis exploraciones a las mentes de hombres blancos coloniales de clase media como yo. Demasiado aburrido.———Texto traducido por Aurelio Major Dice John Maxwell Coetzee (1940) que admira «los diálogos que crean la ilusión de que el hablante está pensando», y eso es exactamente lo que van a leer en estas páginas. Al escritor y premio Nobel sudafricano nunca le han gustado mucho las entrevistas. «No leo entrevistas con escritores, me aburren», dice. Sin embargo, ha decidido revisar algunas de las preguntas que le hicieron durante los últimos cinco años, con el reto implícito de volver a responderlas. De pensar nuevas respuestas sobre estos temas que hoy le importan, y van desde las traducciones propias y ajenas a la vida de sus personajes, que no son sus hijos. Confiesa que añora una inmersión en el afrikáans, la lengua de su infancia, y valora la música que encuentra dentro del inglés de su prosa. Lo que van a leer es el resultado de este ejercicio de pensamiento retrospectivo. Una rareza, algo único.—¿En qué ha cambiado como lector su labor de traductor? —Cuando era joven escribí poesía, pero nunca fui un buen poeta. En cuanto a la traducción, he traducido poesía y prosa del neerlandés y el afrikáans. También he colaborado estrechamente con traductores de mi propia obra en idiomas que más o menos domino: en alemán, neerlandés, francés y, recientemente, en español. Mi trabajo con los traductores no ha hecho sino ahondar mi respeto por ellos y por la labor que realizan. ¿Cómo ha cambiado mi manera de leer mi actividad en el campo de la traducción? A veces me permite vislumbrar el original a través de la celosía de la traducción. Sin embargo, ha afectado más profundamente mi manera de escribir que de leer. El tipo de inglés que uso para escribir se ha hecho más transparente con los años, depende menos de las formulaciones verbales idiosincrásicas del inglés. Un ejemplo de ello nos ofreció el novelista Joseph Conrad , cuya lengua materna era el polaco, aunque escribía en inglés. Conrad dijo que intentaba evitar la palabra «roble» (oak), porque en Inglaterra no solo significaba un género de árbol, sino que también connotaba estabilidad, fiabilidad e incluso la propia identidad inglesa (la imagen que los ingleses tienen de sí mismos). —¿Es siempre posible la traducción o tiene límites inherentes, sobre todo cuando se traduce entre idiomas muy distantes entre sí? —Es una pregunta profunda para la que solo puedo esbozar una respuesta. Supongamos que estoy traduciendo un texto de una cultura remota, distante de nosotros en el tiempo o por su manera de concebir el mundo; y supongamos que me enfrento con una palabra que me parece intraducible, en el sentido de que no puedo dar con un equivalente en mi propio idioma. Se presentan dos posibilidades: o bien creo saber su significado, pero no encuentro un equivalente, o bien su significado escapa a mi entendimiento (porque conceptualmente dista demasiado de mí). En el primer caso, puedo recurrir a una paráfrasis o a una glosa que explique al lector el significado de la palabra, con la mayor aproximación que permita mi propio idioma. No es una solución ideal, pues rompe el hechizo al recordarle al lector que está leyendo una traducción, pero es preferible a ofrecer una traducción inexacta sin indicar de alguna manera que es inexacta. En el segundo caso no hay nada que yo, como traductor, pueda hacer salvo reconocer mi impotencia ante al lector.J. M. Coetzee (Ciudad del Cabo, 1940) Pep Dalnau—Su dedicación a promover intercambios entre las literaturas sudamericana, africana y australiana es muy interesante. ¿Podría contarnos más sobre ese propósito? —He procurado, modestamente, presentar a escritores del hemisferio sur al público del hemisferio sur sin la intervención de editores, críticos y académicos del norte, a quienes tengo por los porteros, es decir, la gente que decide qué libros de Latinoamérica se traducirán al inglés y cuáles no, qué personas del sur se promocionarán en todo el mundo y cuáles no y, sobre todo, qué historias propias del sur serán admitidas en el repertorio de la literatura mundial y cuáles no. Entre 2015 y 2019 ocupé una cátedra en la Universidad San Martín de Buenos Aires, donde dediqué mis energías a reunir a escritores de tres continentes muy alejados geográfica y lingüísticamente, pero que, me parece, se afilian por su historia y su relación con la tierra. Por un lado, me refiero a la vasta literatura latinoamericana, sobre todo a la argentina; por otro, a las literaturas menos extensas, pero aun así considerables, de Sudáfrica y Australia. Como parte de mis cometidos docentes invité a Argentina a escritores del sur de África y Australia a impartir cursos sobre sus respectivas literaturas. A estos cursos asistieron no solo alumnos de Buenos Aires, sino también de otras regiones del país y de América Latina en general. Mi principal interés era que los estudiantes de las tres literaturas se reunieran y relacionaran con escritores en el sur, sin la mediación del norte, sin tener que someterse a los porteros culturales de las metrópolis del norte. Al referirme a las literaturas del sur no empleo el término «sur global». Y obedece a una razón. Me parece que el sur es una parte real del mundo, una parte del mundo con un clima y una flora y fauna propios, en efecto, con más que meras peculiaridades naturales en común, con profundas semejanzas históricas y culturales. Estas semejanzas comprenden historias de colonización prolongadas y complejas. El llamado «sur global», en cambio, es un mero concepto, una abstracción inventada por los sociólogos. Es el «otro» negativo del norte, un lugar de carencias: carencia de riqueza, carencia de infraestructuras, carencia de comunicaciones.«No leo entrevistas con escritores. Me parecen aburridas. Los escritores no son personas interesantes»—¿Le preocupa lo que la traducción hace a sus libros? —Algunos teóricos de la traducción sostienen que esta es siempre insuficiente, que el texto traducido siempre es deficitario respecto del texto original. Me parece que este supuesto déficit es variable según el caso. Puede ser acusado, por ejemplo, en la poesía; pero en el género de prosa que escribo, creo que el déficit, la diferencia entre el original y la traducción, puede —en manos de un buen traductor— reducirse o incluso desaparecer. Trabajo en estrecha colaboración con mis traductores en varios idiomas, y creo que las versiones que producen no son de ningún modo inferiores al original. —En ‘The New Yorker’ leemos que está librando una guerra contra el inglés global. ¿Puede decirnos algo más al respecto? —«Guerra» no es la palabra justa. Pero no tengo motivos personales para ser fiel al idioma inglés y no me parece que mis libros estén más «en casa» en inglés que en cualesquiera de los idiomas a los que se traducen. También abrigo intensos recelos sobre la difusión del inglés como lengua de la educación, el comercio y los asuntos públicos en países donde carece de profundas raíces culturales, como es el caso destacado de Sudáfrica. No me opongo al uso del inglés como lengua franca en la diplomacia, el comercio, el turismo, etcétera. Aunque sí me resisto a la extinción de las llamadas lenguas minoritarias en favor del inglés. Me desagrada sobre todo el efecto que su dominio mundial causa en los países anglófonos, donde fomenta la convicción de que solo es necesario dominar un idioma, es decir, el inglés. —¿Qué papel desempeña el afrikáans en su vida? —Fui educado, desde los doce años, en inglés. Escribo en inglés. He estado casado dos veces, ambas con mujeres angloparlantes. Mis hijos asistieron a colegios de enseñanza inglesa. Los entornos profesionales en los que me desenvuelvo son angloparlantes. Desde principios de siglo resido en Australia, un país monolingüe en inglés. Pero mi vida «inglesa» siempre me ha parecido un poco una impostura. Ahora que se acerca el final, me encuentro añorando una nueva inmersión en el mar del afrikáans, en el que soy una persona más ligera y (creo que) mejor. —¿Cree que su estilo acusa de influencia cinematográfica? ¿Ha intentado adrede incorporar alguna técnica del guionismo en su narrativa, como escribir «por escenas» o emplear el diálogo para transmitir aspectos importantes de la trama? —Casi todas las influencias duraderas en la sensibilidad, el estilo o el modo de ver el mundo de un escritor ocurren cuando él o ella es joven. Creo que me influyó profundamente el cine europeo de los años sesenta ( Bergman , Godard, Wajda), así como la fotografía. También recibí influencia de escritores que a su vez estaban influidos por el cine (Robbe-Grillet). No tuve un guion de cine frente a mí hasta la década de los ochenta y sin duda no me influyeron las convenciones de la escritura de guiones. Al igual que con los diálogos: los de la mayoría de las películas me parecen más bien pobres, utilitarios y sin duda nada dignos de imitar. Admiro los diálogos que crean la ilusión de que el hablante está pensando, en lugar de limitarse a repetir los parlamentos de la página. Por esa razón no me gusta asistir a los montajes de obras de Shakespeare: los actores suenan como si repitieran de memoria los parlamentos, en lugar de esforzarse por crear, ante nuestros ojos, las palabras que convienen a sus pensamientos.«Soy consciente de que los críticos de la apropiación pueden fruncir el ceño ante la mención del «poder empático del gran arte para superar los límites del género y la raza»»—A menudo se pide a los escritores que sean comentaristas del mundo. Es también el caso de usted. ¿En qué medida puede el escritor ser un observador o intérprete privilegiado de la realidad? —Los novelistas no son observadores o intérpretes privilegiados de la realidad. Dediqué un libro —de hecho, una novela— titulado ‘Diario de un mal año’ al aprieto de un narrador al que los periodistas o editores le piden sin cesar que manifieste su parecer sobre asuntos de actualidad. «¿Por qué me preguntan a mí?», es su respuesta. Sostener que el artista tiene superior acceso a la verdad es una de las falacias del Romanticismo. —Toda entrevista con un escritor supone siempre la pretensión de adentrarse en el misterio de sus creaciones. ¿Comprende usted esta fascinación? ¿La comparte? —No, no la comparto. No leo entrevistas con escritores. Me parecen aburridas. Los escritores no son personas interesantes. Su singular competencia estriba en escribir, no en hablar. —¿Escribe con música de fondo (música al margen de la música del texto)? —Conozco a escritores que trabajan con música de fondo. Me parece un hábito incomprensible. Si escucho música mientras compongo las oraciones, los ritmos de la música atajan los de la prosa que intento escribir. Incluso sostendría que la forma estética de la música interfiere con la forma de la prosa que escribo. Creo que no conozco a poeta alguno que escriba con música de fondo. ¡Y entiendo por qué! —¿Cómo crea a sus personajes? ¿Se basan en personas de la vida real? —Siempre he sido indiferente a las figuras que pueblan mi narrativa, incluso a su proveniencia: ¿son aspectos de mí mismo, versiones corregidas de personas que he conocido en la vida real, versiones corregidas de figuras que he encontrado en las novelas? A veces pienso en ellas como almas nonatas a las que oigo arañar la ventana, rogando que las dejen entrar. Si son nonatas, entonces me convierto en una suerte de comadrona que las ayuda a venir al mundo. Comadrona, no madre. No concibo a las figuras de mis libros como mis hijos. En cuanto nacen, siempre que tengan suficiente fuerza vital interior, reafirman su individualidad, su separación de mí. Esta falta de curiosidad por el origen de los personajes de mis libros se extiende a otros elementos de mi escritura. Por ello, no me interesa preguntarme por qué escribo. No me interesa saber por qué las historias que decido contar están ambientadas en un tiempo y lugar determinados: en lo que a mi concierne, las historias llegan de la nada, en forma embrionaria, y mi tarea es desentrañar sus implicaciones, desarrollarlas y llevarlas a plenitud en la página. ¿Por qué tal desinterés? Por supuesto que no pretendo sostener que estas cuestiones no sean importantes: qué relación guardan los personajes de ficción con el mundo real, por qué los narradores eligen relatar las historias que cuentan. Pero me parece que esas preguntas son objeto de la crítica literaria, y no tengo la obligación de ejercer la doble profesión de escritor y crítico de mi propia obra. De hecho, es posible que la curiosidad crítica sea contraproducente a la creación literaria, al fomentar una conciencia paralizante.«No me habría entregado nunca a la carrera de escritor si se me hubiera advertido al principio que tendría que restringir mis exploraciones a las mentes de hombres blancos coloniales de clase media como yo»—¿Cómo le gustaría ser recordado? —Mi tío abuelo Albert du Biel fue un novelista que escribió en la década de los veinte, cuando apenas existía un corpus literario en la joven lengua afrikáans. En la historia más reciente de la literatura afrikáans, publicada en el siglo actual, la contribución de Albert du Biel a las letras de su nación se considera tan insignificante que solo se lo menciona en una nota al pie. Si en las historias de la literatura publicadas en el siglo XXII sigo estando presente, aunque solo sea en una nota al pie, me daré por satisfecho. —Afirma usted (irónicamente, por supuesto) que, tras mucha práctica, ha aprendido a escribir buenas oraciones en inglés. ¿Escribir buenas oraciones es un requisito para la excelencia literaria? —Por excelencia supongo que se refiere a la excelencia como novelista. No: hay muchos novelistas buenos e incluso excelentes cuyo repertorio estilístico es limitado o que no tienen buen oído (es decir, que son sordos al potencial rítmico o musical de la prosa) o cuya prosa tiene otras debilidades. Las fortalezas de tales escritores se apoyan en otros aspectos: en la composición dramática, en la perspicacia psicológica, etcétera.—Ha sido mi experiencia que leer un texto literario en su idioma original es como vivir el hecho real, en cambio, leer una traducción es como ver un vídeo de ese hecho. ¿Está en desacuerdo? —Se refiere usted al texto proveniente de la mano del autor como «el hecho real», pero a mí me parece que hay que demostrar, libro a libro, que el texto del autor es superior a cualquier traducción. No me sería difícil traducir un libro mediocre del afrikáans, un idioma que conozco bien, al inglés, otro idioma que conozco bien, y acrecentarlo, haciéndolo con ello un libro mejor. Me parece perverso admirar el torpe original por encima de la traducción pulida. —Se culpa a su obra de diversas clases de apropiación, entre las que destaca el de escribir encarnando a una mujer (lo cual ocurre en varios de sus libros). ¿Qué atractivo le supone el acto de apropiación? —La crítica a la apropiación obedece en buena medida a las políticas identitarias, que contrastan el conocimiento desde el interior de un grupo o clase con el conocimiento desde el exterior, esto último casi siempre encubierto bajo la objetivación del otro y el ejercicio de poder sobre él. Es preciso reconocer que, incluso cuando las intenciones del observador son puras, el conocimiento desde el exterior no puede ser tan auténtico como el conocimiento desde el interior, desde la experiencia personal. Cuando las intenciones del observador son más cuestionables, escribir desde fuera puede convertirse, en efecto, en una manera de apresar y dominar a las personas. Pero la teoría de la apropiación no se ha pensado adecuadamente en su totalidad y a fondo. Pasa por alto el poder empático del gran arte para superar los límites del género (piénsese en Natasha Rostov, de Tolstói) y de la raza (pensemos en Joe Christmas, de Faulkner). Además, la teoría carece de dimensión histórica. ¿Quién tiene derecho a escribir una novela ambientada en Bizancio, por ejemplo? Nadie, que yo sepa, pues ya no quedan bizantinos. Por último, incluso si es cierto que solo podemos conocernos a nosotros mismos desde dentro, ¿hasta dónde llega ese conocimiento? ¿No se amplía acaso el conocimiento de uno mismo cuando se refracta en la mirada del otro (pienso aquí en el escenario del psicoanálisis)? Soy consciente de que los críticos de la apropiación pueden fruncir el ceño ante la mención del «poder empático del gran arte para superar los límites del género y de la raza». Pero lo cierto es que los lectores de Tolstói o Faulkner (por citar solo a estos dos) suelen quedar abrumados por la experiencia y aducen al cabo términos como verdad e iluminación. ¿Se engañan a sí mismos? ¿Deben engañarse a sí mismos? Si deben engañarse a sí mismos, ¿por qué no deben engañarse a sí mismos sus críticos? No me habría entregado nunca a la carrera de escritor si se me hubiera advertido al principio que tendría que restringir mis exploraciones a las mentes de hombres blancos coloniales de clase media como yo. Demasiado aburrido.———Texto traducido por Aurelio Major RSS de noticias de cultura
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