En mi cuerpo hay un sarcoma extraesquelético mixoide, un tipo de cáncer ultrarraro que ha invadido mis pulmones, mi páncreas y mi cerebro . Y esto último es aún más extraño, porque solo hay 15 casos reportados en el mundo con ese tipo de metástasis. Sin embargo, en mi cabeza solo cabe una convicción: pelear hasta el final. Porque, como me repito cada día, «si uno pelea, siempre puede haber una cura».Soy periodista de guerra , activista, fundadora de la Asociación Asarga de pacientes con sarcoma y creadora de un sistema de gestión de casos pionero en España. Me dijeron hace unos meses en La Coruña que no había solución: después de haber hecho todo lo que podían por mí, solo me quedaba «esperar a la muerte». No lo acepté.Enferma, con crisis comiciales —convulsiones provocadas por la presión tumoral cerebral que afectan a la musculatura y causan episodios de pérdida de conciencia—, el día del apagón me subí al coche con mi pareja y mis hermanos en La Coruña. Todos nos enfrentamos al caos de una ciudad paralizada de camino a la madrileña Fundación Jiménez Díaz, donde tenía cita con el doctor Martín Broto. Aprovechando el viaje, y gracias a que anteriormente fui presidenta de Asarga (en la actualidad dirige la organización sin ánimo de lucro Mayte Deus), pude contactar con el doctor Casado, uno de esos médicos que aún coge el teléfono a sus pacientes. Él me explicó que era urgente tramitar una derivación desde Galicia a Madrid para que pudiera empezar un nuevo tratamiento con ciclofosfamida y pembrolizumab, una quimioterapia combinada con inmunoterapia que podría frenar el avance de mi cáncer.El camino hasta ahí ha sido una odisea. Durante diez años he convivido con un sarcoma, un cáncer poco común, sin cura conocida. He probado múltiples líneas de tratamiento, entre ellas un anti-PD-1 como pembrolizumab, una inmunoterapia diseñada para reactivar el sistema inmune, pero aún así mi cáncer progresó. La enfermedad alcanzó el páncreas y finalmente el cerebro, donde recibí radioterapia con 20 Gy. Hice la pregunta que nunca debí hacer: ¿cuánto me queda? Me dijeron que meses. Pero no pienso rendirme.En La Coruña me están realizando una NGS (Next-Generation Sequencing), una prueba genética avanzada que analiza más de 450 genes en busca de mutaciones que puedan justificar el uso de tratamientos dirigidos. Es cara, compleja, y aún así la están costeando, algo que agradezco a los profesionales del CHUAC, como la doctora Rosario García y su gerente, Luis Verde. Ellos son quienes me han dicho que aunque hay pocas opciones, todavía hay esperanzas.Pero hay algo más en contra de lo que también lucho: el sistema sanitario, la burocracia. La lucha por elegir dónde vivir o dónde curarme. A pesar de que la Unión Europea defiende el derecho de los pacientes a ser tratados en el centro de excelencia más adecuado —independientemente de su comunidad autónoma o país miembro—, España mantiene una sanidad fuertemente descentralizada. Y eso, para los pacientes con enfermedades graves y ultrarraras, puede ser letal. Porque en mi caso hay muy pocos centros especializados que podrían tener la clave de mi enfermedad. Por ejemplo, yo tuve que empadronarme de urgencia en Madrid para poder tener una cita en la Fundación Jiménez Díaz. Menos de 24 horas después, cuando regresé a La Coruña, ingresé en Urgencias por una crisis respiratoria. Menuda fue mi sorpresa cuando me entregaron una factura tras el tratamiento. Finalmente se solucionó, no sin muchos trámites de por medio y a pesar de estar en silla de ruedas. Cada comunidad tiene sus normas, sus recursos, sus tiempos, como si los pacientes fuéramos de primera o de segunda según el código postal. Es inhumano. Pido algo tan básico como lógico: que los pacientes puedan ser derivados con rapidez al centro que más experiencia tenga en su patología. Que los historiales médicos sean visibles entre hospitales, que las imágenes se compartan y que las decisiones médicas estén guiadas por la ciencia, no por la burocracia, ni por la paciencia.Centros de referencia, ¿una oportunidad o un laberinto político?En paralelo, España avanza —con polémica— en el proyecto europeo para crear una red de Centros Integrales de Cáncer (Comprehensive Cancer Centers o CCC). El objetivo: que cada paciente oncológico, viva donde viva, reciba la mejor atención disponible en el país y en Europa.Sin embargo, el proceso de acreditación ha generado fuertes críticas. En la primera propuesta del Ministerio de Sanidad, solo se incluyó al Hospital La Paz de Madrid, dejando fuera a centros tan relevantes como el 12 de Octubre, el Gregorio Marañón o el propio San Carlos. La Comunidad de Madrid respondió integrando seis de sus hospitales públicos en la red privada de excelencia OECI, entre ellos el Clínico San Carlos.En el listado europeo, solo el Vall d’Hebron de Barcelona cuenta por ahora con la acreditación como CCC. Como aspirantes figuran hospitales de Valencia, Santander, Zaragoza, Navarra, Santiago, Salamanca o Málaga. La intención del Ministerio es dispersar los centros por todo el territorio nacional, pero para muchos expertos y pacientes esa estrategia diluye la experiencia clínica y retrasa el acceso a los tratamientos más avanzados.Y no se trata de que el hospital esté cerca de casa. Se trata de estar vivo.Esta no es solo la historia de una mujer con un sarcoma raro. Es la historia de todos los pacientes que luchan cada día no solo contra su enfermedad, sino contra un sistema sanitario que no siempre está a su lado. Un sistema que pone trabas a la movilidad, que obliga a empadronamientos absurdos, que fragmenta la información clínica y que, a veces, se olvida de que detrás de cada número hay una vida que quiere seguir peleando.Mientras tanto, yo sigo en mi lucha. A pesar del cansancio extremo, a pesar del dolor, de las convulsiones, de la incertidumbre. Me cuesta hablar, me cuesta moverme, pero quiero que se entienda: hay que pelear. Y si uno quiere pelear por su vida, nadie debería impedírselo. Insistir, persistir y nunca desistir. SOBRE EL AUTOR iara mantiñán búa Gallega y periodista, ha ejercido por todo el mundo: desde Madrid, Sevilla o Salamanca a París (Francia), Ciudad del Cabo (Sudáfrica), Ein-Hashofet (Israel), o La Paz (Bolivia), entre otros. Hace diez años le diagnosticaron un cáncer de tipo ‘ultrarraro’ y, a partir de ahí, centró sus esfuerzos en su recuperación y en la fundación y gestión de la Asociación Sarcomas Grupo Asistencial (ASARGA), con la que intenta ser un punto de partida y referencia de todos los pacientes que sufren esta enfermedad. En mi cuerpo hay un sarcoma extraesquelético mixoide, un tipo de cáncer ultrarraro que ha invadido mis pulmones, mi páncreas y mi cerebro . Y esto último es aún más extraño, porque solo hay 15 casos reportados en el mundo con ese tipo de metástasis. Sin embargo, en mi cabeza solo cabe una convicción: pelear hasta el final. Porque, como me repito cada día, «si uno pelea, siempre puede haber una cura».Soy periodista de guerra , activista, fundadora de la Asociación Asarga de pacientes con sarcoma y creadora de un sistema de gestión de casos pionero en España. Me dijeron hace unos meses en La Coruña que no había solución: después de haber hecho todo lo que podían por mí, solo me quedaba «esperar a la muerte». No lo acepté.Enferma, con crisis comiciales —convulsiones provocadas por la presión tumoral cerebral que afectan a la musculatura y causan episodios de pérdida de conciencia—, el día del apagón me subí al coche con mi pareja y mis hermanos en La Coruña. Todos nos enfrentamos al caos de una ciudad paralizada de camino a la madrileña Fundación Jiménez Díaz, donde tenía cita con el doctor Martín Broto. Aprovechando el viaje, y gracias a que anteriormente fui presidenta de Asarga (en la actualidad dirige la organización sin ánimo de lucro Mayte Deus), pude contactar con el doctor Casado, uno de esos médicos que aún coge el teléfono a sus pacientes. Él me explicó que era urgente tramitar una derivación desde Galicia a Madrid para que pudiera empezar un nuevo tratamiento con ciclofosfamida y pembrolizumab, una quimioterapia combinada con inmunoterapia que podría frenar el avance de mi cáncer.El camino hasta ahí ha sido una odisea. Durante diez años he convivido con un sarcoma, un cáncer poco común, sin cura conocida. He probado múltiples líneas de tratamiento, entre ellas un anti-PD-1 como pembrolizumab, una inmunoterapia diseñada para reactivar el sistema inmune, pero aún así mi cáncer progresó. La enfermedad alcanzó el páncreas y finalmente el cerebro, donde recibí radioterapia con 20 Gy. Hice la pregunta que nunca debí hacer: ¿cuánto me queda? Me dijeron que meses. Pero no pienso rendirme.En La Coruña me están realizando una NGS (Next-Generation Sequencing), una prueba genética avanzada que analiza más de 450 genes en busca de mutaciones que puedan justificar el uso de tratamientos dirigidos. Es cara, compleja, y aún así la están costeando, algo que agradezco a los profesionales del CHUAC, como la doctora Rosario García y su gerente, Luis Verde. Ellos son quienes me han dicho que aunque hay pocas opciones, todavía hay esperanzas.Pero hay algo más en contra de lo que también lucho: el sistema sanitario, la burocracia. La lucha por elegir dónde vivir o dónde curarme. A pesar de que la Unión Europea defiende el derecho de los pacientes a ser tratados en el centro de excelencia más adecuado —independientemente de su comunidad autónoma o país miembro—, España mantiene una sanidad fuertemente descentralizada. Y eso, para los pacientes con enfermedades graves y ultrarraras, puede ser letal. Porque en mi caso hay muy pocos centros especializados que podrían tener la clave de mi enfermedad. Por ejemplo, yo tuve que empadronarme de urgencia en Madrid para poder tener una cita en la Fundación Jiménez Díaz. Menos de 24 horas después, cuando regresé a La Coruña, ingresé en Urgencias por una crisis respiratoria. Menuda fue mi sorpresa cuando me entregaron una factura tras el tratamiento. Finalmente se solucionó, no sin muchos trámites de por medio y a pesar de estar en silla de ruedas. Cada comunidad tiene sus normas, sus recursos, sus tiempos, como si los pacientes fuéramos de primera o de segunda según el código postal. Es inhumano. Pido algo tan básico como lógico: que los pacientes puedan ser derivados con rapidez al centro que más experiencia tenga en su patología. Que los historiales médicos sean visibles entre hospitales, que las imágenes se compartan y que las decisiones médicas estén guiadas por la ciencia, no por la burocracia, ni por la paciencia.Centros de referencia, ¿una oportunidad o un laberinto político?En paralelo, España avanza —con polémica— en el proyecto europeo para crear una red de Centros Integrales de Cáncer (Comprehensive Cancer Centers o CCC). El objetivo: que cada paciente oncológico, viva donde viva, reciba la mejor atención disponible en el país y en Europa.Sin embargo, el proceso de acreditación ha generado fuertes críticas. En la primera propuesta del Ministerio de Sanidad, solo se incluyó al Hospital La Paz de Madrid, dejando fuera a centros tan relevantes como el 12 de Octubre, el Gregorio Marañón o el propio San Carlos. La Comunidad de Madrid respondió integrando seis de sus hospitales públicos en la red privada de excelencia OECI, entre ellos el Clínico San Carlos.En el listado europeo, solo el Vall d’Hebron de Barcelona cuenta por ahora con la acreditación como CCC. Como aspirantes figuran hospitales de Valencia, Santander, Zaragoza, Navarra, Santiago, Salamanca o Málaga. La intención del Ministerio es dispersar los centros por todo el territorio nacional, pero para muchos expertos y pacientes esa estrategia diluye la experiencia clínica y retrasa el acceso a los tratamientos más avanzados.Y no se trata de que el hospital esté cerca de casa. Se trata de estar vivo.Esta no es solo la historia de una mujer con un sarcoma raro. Es la historia de todos los pacientes que luchan cada día no solo contra su enfermedad, sino contra un sistema sanitario que no siempre está a su lado. Un sistema que pone trabas a la movilidad, que obliga a empadronamientos absurdos, que fragmenta la información clínica y que, a veces, se olvida de que detrás de cada número hay una vida que quiere seguir peleando.Mientras tanto, yo sigo en mi lucha. A pesar del cansancio extremo, a pesar del dolor, de las convulsiones, de la incertidumbre. Me cuesta hablar, me cuesta moverme, pero quiero que se entienda: hay que pelear. Y si uno quiere pelear por su vida, nadie debería impedírselo. Insistir, persistir y nunca desistir. SOBRE EL AUTOR iara mantiñán búa Gallega y periodista, ha ejercido por todo el mundo: desde Madrid, Sevilla o Salamanca a París (Francia), Ciudad del Cabo (Sudáfrica), Ein-Hashofet (Israel), o La Paz (Bolivia), entre otros. Hace diez años le diagnosticaron un cáncer de tipo ‘ultrarraro’ y, a partir de ahí, centró sus esfuerzos en su recuperación y en la fundación y gestión de la Asociación Sarcomas Grupo Asistencial (ASARGA), con la que intenta ser un punto de partida y referencia de todos los pacientes que sufren esta enfermedad.
En mi cuerpo hay un sarcoma extraesquelético mixoide, un tipo de cáncer ultrarraro que ha invadido mis pulmones, mi páncreas y mi cerebro. Y esto último es aún más extraño, porque solo hay 15 casos reportados en el mundo con ese tipo de metástasis. Sin embargo, en mi cabeza solo cabe una convicción: pelear hasta el final. Porque, como me repito cada día, «si uno pelea, siempre puede haber una cura».
Soy periodista de guerra, activista, fundadora de la Asociación Asarga de pacientes con sarcoma y creadora de un sistema de gestión de casos pionero en España. Me dijeron hace unos meses en La Coruña que no había solución: después de haber hecho todo lo que podían por mí, solo me quedaba «esperar a la muerte». No lo acepté.
Enferma, con crisis comiciales —convulsiones provocadas por la presión tumoral cerebral que afectan a la musculatura y causan episodios de pérdida de conciencia—, el día del apagón me subí al coche con mi pareja y mis hermanos en La Coruña. Todos nos enfrentamos al caos de una ciudad paralizada de camino a la madrileña Fundación Jiménez Díaz, donde tenía cita con el doctor Martín Broto.
Aprovechando el viaje, y gracias a que anteriormente fui presidenta de Asarga (en la actualidad dirige la organización sin ánimo de lucro Mayte Deus), pude contactar con el doctor Casado, uno de esos médicos que aún coge el teléfono a sus pacientes. Él me explicó que era urgente tramitar una derivación desde Galicia a Madrid para que pudiera empezar un nuevo tratamiento con ciclofosfamida y pembrolizumab, una quimioterapia combinada con inmunoterapia que podría frenar el avance de mi cáncer.
El camino hasta ahí ha sido una odisea. Durante diez años he convivido con un sarcoma, un cáncer poco común, sin cura conocida. He probado múltiples líneas de tratamiento, entre ellas un anti-PD-1 como pembrolizumab, una inmunoterapia diseñada para reactivar el sistema inmune, pero aún así mi cáncer progresó. La enfermedad alcanzó el páncreas y finalmente el cerebro, donde recibí radioterapia con 20 Gy. Hice la pregunta que nunca debí hacer: ¿cuánto me queda? Me dijeron que meses. Pero no pienso rendirme.
En La Coruña me están realizando una NGS (Next-Generation Sequencing), una prueba genética avanzada que analiza más de 450 genes en busca de mutaciones que puedan justificar el uso de tratamientos dirigidos. Es cara, compleja, y aún así la están costeando, algo que agradezco a los profesionales del CHUAC, como la doctora Rosario García y su gerente, Luis Verde. Ellos son quienes me han dicho que aunque hay pocas opciones, todavía hay esperanzas.
Pero hay algo más en contra de lo que también lucho: el sistema sanitario, la burocracia. La lucha por elegir dónde vivir o dónde curarme. A pesar de que la Unión Europea defiende el derecho de los pacientes a ser tratados en el centro de excelencia más adecuado —independientemente de su comunidad autónoma o país miembro—, España mantiene una sanidad fuertemente descentralizada. Y eso, para los pacientes con enfermedades graves y ultrarraras, puede ser letal. Porque en mi caso hay muy pocos centros especializados que podrían tener la clave de mi enfermedad.
Por ejemplo, yo tuve que empadronarme de urgencia en Madrid para poder tener una cita en la Fundación Jiménez Díaz. Menos de 24 horas después, cuando regresé a La Coruña, ingresé en Urgencias por una crisis respiratoria. Menuda fue mi sorpresa cuando me entregaron una factura tras el tratamiento. Finalmente se solucionó, no sin muchos trámites de por medio y a pesar de estar en silla de ruedas.
Cada comunidad tiene sus normas, sus recursos, sus tiempos, como si los pacientes fuéramos de primera o de segunda según el código postal. Es inhumano. Pido algo tan básico como lógico: que los pacientes puedan ser derivados con rapidez al centro que más experiencia tenga en su patología. Que los historiales médicos sean visibles entre hospitales, que las imágenes se compartan y que las decisiones médicas estén guiadas por la ciencia, no por la burocracia, ni por la paciencia.
Centros de referencia, ¿una oportunidad o un laberinto político?
En paralelo, España avanza —con polémica— en el proyecto europeo para crear una red de Centros Integrales de Cáncer (Comprehensive Cancer Centers o CCC). El objetivo: que cada paciente oncológico, viva donde viva, reciba la mejor atención disponible en el país y en Europa.
Sin embargo, el proceso de acreditación ha generado fuertes críticas. En la primera propuesta del Ministerio de Sanidad, solo se incluyó al Hospital La Paz de Madrid, dejando fuera a centros tan relevantes como el 12 de Octubre, el Gregorio Marañón o el propio San Carlos. La Comunidad de Madrid respondió integrando seis de sus hospitales públicos en la red privada de excelencia OECI, entre ellos el Clínico San Carlos.
En el listado europeo, solo el Vall d’Hebron de Barcelona cuenta por ahora con la acreditación como CCC. Como aspirantes figuran hospitales de Valencia, Santander, Zaragoza, Navarra, Santiago, Salamanca o Málaga. La intención del Ministerio es dispersar los centros por todo el territorio nacional, pero para muchos expertos y pacientes esa estrategia diluye la experiencia clínica y retrasa el acceso a los tratamientos más avanzados.
Y no se trata de que el hospital esté cerca de casa. Se trata de estar vivo.
Esta no es solo la historia de una mujer con un sarcoma raro. Es la historia de todos los pacientes que luchan cada día no solo contra su enfermedad, sino contra un sistema sanitario que no siempre está a su lado. Un sistema que pone trabas a la movilidad, que obliga a empadronamientos absurdos, que fragmenta la información clínica y que, a veces, se olvida de que detrás de cada número hay una vida que quiere seguir peleando.
Mientras tanto, yo sigo en mi lucha. A pesar del cansancio extremo, a pesar del dolor, de las convulsiones, de la incertidumbre. Me cuesta hablar, me cuesta moverme, pero quiero que se entienda: hay que pelear. Y si uno quiere pelear por su vida, nadie debería impedírselo. Insistir, persistir y nunca desistir.
RSS de noticias de sociedad