De repente, entre el dolor machacando nuestras almas, la confusión reinante y la ferocidad animal del agua arrasando con todo, el restaurante El Ventorro mutó en enemigo público número uno como si fuese aquel Dillinger que atracaba bancos. Alguien, o mejor dicho algo, tenía que cargar con nuestros pecados. Alguien, o mejor dicho algo, en aquellas primeras horas de caos total, debía de adoptar el perfil de chivo expiatorio sobre cuya sombra arrojar nuestra rabia. Erró la socialista oposición valenciana al centrar contra El Ventorro sus alardes de ruido y furia. Embistieron contra un molino pero sin rastro de reloca altura literaria quijotesca. ¿Y qué culpa segrega un local ante un desaguisado de zarpazo pluvioso? Ni idea, pero mira que intentaron hundir un negocio que pasaba por allí. A estas alturas, con tanto lío, ignora uno a qué hora se marchó Mazón del lugar , si pimpló mucho o poco, o si la charla con la periodista versó sobre Camba, Verlaine o Baroja. Y yo qué sé. Sin embargo, intuyo que El Ventorro era y es inocente porque un restaurante sólo responde ante los platos que te enchufa o ante el vino que te escancia. El resto forma parte de la casualidad, de esa mariposa que bate sus alas en Singapur y provoca una catástrofe a miles de kilómetros. El Ventorro era y es inocente porque un restaurante sólo responde ante los platos que te enchufa o ante el vino que te escancia. El resto forma parte de la casualidadEl Ventorro, pues, cuando el drama nos mantenía noqueados, adquirió contorno como de mansión encantada de novela de Richard Matheson. Le inyectaron vida propia e incluso alma diabólica a un edificio inanimado porque el líder de la Comunitat Valenciana naufragó allí en mitad de la tormenta. El Ventorro metamorfoseado, debido a la irracionalidad, en templo de misas negras, formidable muñeco de vudú o singular cápsula dispuesta a proyectar rayos malignos. Se cebaron en ese lugar porque así hidrataban la bilis que busca un culpable. Y dale con la tabarra del Ventorro. Y venga con el zafarrancho del Ventorro. Y toma con el arrebato ventorrero . Ante tanta tamborrada de fondo a costa del Ventorro acudí allí, hace unos días, para saborear su cocina y atravesar sus entrañas. Necesitaba huronear, husmear, degustar, en fin, esas cosas… Y me encantó recorrer la calle de la antigua Universidad de Valencia hasta desembocar en una angosta artería transversal, una de esas callejuelas con aroma antañón, acaso bajo la presencia del mismísimo Max Estrella escoltado por sus incondicionales, hasta chocar de bruces contra esa fonda. De entrada, retiraron la discreta placa que anunciaba el figón . Los turistas enganchados a las desgracias, esos que acuden hasta un monte socarrado o hasta una playa contaminada, también sucumbieron ante el pérfido encanto de posar frente al rótulo donde leías El Ventorro para lograr el selfi de los cojones. La gente es así, se aburre y practica estos entretenimientos que desprenden perfume miserable. Pero en fin, qué le vamos a hacer… Hace un año Hoy Los dueños decidieron retirar el cartel de la entrada para evitar las fotos de los curiosos. mikel poncePor lo tanto, acudir al Ventorro, hoy, destila ese aroma clandestino que nos encanta porque en cierto sentido visitas un local secreto de la época de la ley seca yanqui. El restaurante ocupa un viejo edificio de costuras hidalgas de tres pisos de altura. Se diría que está construido a retales . No en vano, el fundador, el abuelo del actual propietario, se dedicaba a los derribos y, en consecuencia, añadía baldosas, pasamanos de maderas nobles, azulejos y vigas repescadas en edificios que yacían en el corredor de la muerte. Su mezcla de genuino vintage fertiliza la gracia del establecimiento. Cuando traspasas el umbral te sumerges en una de aquellas casonas del pueblo propiedad de la abuela. Hay mesas en la planta baja, diseminadas en las esquinas, y una escalera estrecha, muy como de motel de Norman Bates , por la que trepas hacia el resto de las estancias. Otra de sus peculiaridades: algo de laberíntico mana del local. Alfredo, el dueño, nos saluda y nos conduce hacia una mesa de la primera planta. Se trata de un tipo amable, afable, cariñoso pero sin deslizarse hacia el empalago. Sonríe, gasta ojillos azules, destila cierta resignación ante la maldita popularidad que le ha sacudido y resulta imposible no apreciar su toque profesional de vieja escuela. ¿Será verdad que existen habitaciones camufladas dispuestas para el gozo de los enchufados? Fingiendo que busco el lavabo, trepo hasta la última planta donde encuentro un par de reservadosContrariamente a lo que se aseguraba, la carta no exhíbe el tono florido de sandez química que me irrita. Prima la cuchara, la honradez, los garbanzos, los chipirones en su tinta, las lentejas, el cordero deshuesado, los solomillos, los pescados del día. Nada de birlibirloques ni de alquimias sospechosas. Pedimos el vino y las viandas. Y es entonces cuando, atrapado por cierto ramalazo detectivesco, como si fuese un Sam Spade, un Vareta o un Philip Marlowe de pacotilla, decido investigar a traición. ¿Será verdad que existen en El Ventorro habitaciones camufladas dispuestas para el gozo de los enchufados? Fingiendo que busco el lavabo para lavarme las manos, trepo hasta la última planta donde encuentro un par de reservados. Abro primero una puerta y luego la otra. Compongo ambas veces carita de «uy, perdón». Sólo contemplo comensales de rutina con pinta de oficinistas de los chiringuitos del vecindario. Desciendo de nuevo, recorro los rincones oscuros, palpo con disimulo las paredes buscando ese sonido hueco que revela la existencia de una cámara secreta . Nada. Mikel PonceAl Ventorro le montaron un rosario propio de aurora boreal y sigo sin averiguar el motivoChequeo el cuarto de baño mientras trato de destripar un pasadizo camuflado. Nada. Deambulo como pollo sin cabeza y sólo falta que me encasquete un Salacot de explorador. Nada descubro emparejado con el morbo que tanto me place. También he radiografiado a los parroquianos. Todo rezuma yantar de clase media. Destaco a unos guiris por su sorprendente parecido con Marge y Homer Simpson. ¿Habrá trampa ahí? No creo, pero quién sabe… Supongo que el vino me provoca ciertas paranoias… En cualquier caso, hemos zampado de maravilla, son las cinco y ya hemos comido . Antes de largarnos, le pregunto a Alfredo: «Oye, me han chivado que vendes conservas fetén…» Y desaparecí de allí con una lata de bonito apoteósica. Al Ventorro le montaron un rosario propio de aurora boreal y sigo sin averiguar el motivo. Daños colaterales, creo que se llama el asunto. De repente, entre el dolor machacando nuestras almas, la confusión reinante y la ferocidad animal del agua arrasando con todo, el restaurante El Ventorro mutó en enemigo público número uno como si fuese aquel Dillinger que atracaba bancos. Alguien, o mejor dicho algo, tenía que cargar con nuestros pecados. Alguien, o mejor dicho algo, en aquellas primeras horas de caos total, debía de adoptar el perfil de chivo expiatorio sobre cuya sombra arrojar nuestra rabia. Erró la socialista oposición valenciana al centrar contra El Ventorro sus alardes de ruido y furia. Embistieron contra un molino pero sin rastro de reloca altura literaria quijotesca. ¿Y qué culpa segrega un local ante un desaguisado de zarpazo pluvioso? Ni idea, pero mira que intentaron hundir un negocio que pasaba por allí. A estas alturas, con tanto lío, ignora uno a qué hora se marchó Mazón del lugar , si pimpló mucho o poco, o si la charla con la periodista versó sobre Camba, Verlaine o Baroja. Y yo qué sé. Sin embargo, intuyo que El Ventorro era y es inocente porque un restaurante sólo responde ante los platos que te enchufa o ante el vino que te escancia. El resto forma parte de la casualidad, de esa mariposa que bate sus alas en Singapur y provoca una catástrofe a miles de kilómetros. El Ventorro era y es inocente porque un restaurante sólo responde ante los platos que te enchufa o ante el vino que te escancia. El resto forma parte de la casualidadEl Ventorro, pues, cuando el drama nos mantenía noqueados, adquirió contorno como de mansión encantada de novela de Richard Matheson. Le inyectaron vida propia e incluso alma diabólica a un edificio inanimado porque el líder de la Comunitat Valenciana naufragó allí en mitad de la tormenta. El Ventorro metamorfoseado, debido a la irracionalidad, en templo de misas negras, formidable muñeco de vudú o singular cápsula dispuesta a proyectar rayos malignos. Se cebaron en ese lugar porque así hidrataban la bilis que busca un culpable. Y dale con la tabarra del Ventorro. Y venga con el zafarrancho del Ventorro. Y toma con el arrebato ventorrero . Ante tanta tamborrada de fondo a costa del Ventorro acudí allí, hace unos días, para saborear su cocina y atravesar sus entrañas. Necesitaba huronear, husmear, degustar, en fin, esas cosas… Y me encantó recorrer la calle de la antigua Universidad de Valencia hasta desembocar en una angosta artería transversal, una de esas callejuelas con aroma antañón, acaso bajo la presencia del mismísimo Max Estrella escoltado por sus incondicionales, hasta chocar de bruces contra esa fonda. De entrada, retiraron la discreta placa que anunciaba el figón . Los turistas enganchados a las desgracias, esos que acuden hasta un monte socarrado o hasta una playa contaminada, también sucumbieron ante el pérfido encanto de posar frente al rótulo donde leías El Ventorro para lograr el selfi de los cojones. La gente es así, se aburre y practica estos entretenimientos que desprenden perfume miserable. Pero en fin, qué le vamos a hacer… Hace un año Hoy Los dueños decidieron retirar el cartel de la entrada para evitar las fotos de los curiosos. mikel poncePor lo tanto, acudir al Ventorro, hoy, destila ese aroma clandestino que nos encanta porque en cierto sentido visitas un local secreto de la época de la ley seca yanqui. El restaurante ocupa un viejo edificio de costuras hidalgas de tres pisos de altura. Se diría que está construido a retales . No en vano, el fundador, el abuelo del actual propietario, se dedicaba a los derribos y, en consecuencia, añadía baldosas, pasamanos de maderas nobles, azulejos y vigas repescadas en edificios que yacían en el corredor de la muerte. Su mezcla de genuino vintage fertiliza la gracia del establecimiento. Cuando traspasas el umbral te sumerges en una de aquellas casonas del pueblo propiedad de la abuela. Hay mesas en la planta baja, diseminadas en las esquinas, y una escalera estrecha, muy como de motel de Norman Bates , por la que trepas hacia el resto de las estancias. Otra de sus peculiaridades: algo de laberíntico mana del local. Alfredo, el dueño, nos saluda y nos conduce hacia una mesa de la primera planta. Se trata de un tipo amable, afable, cariñoso pero sin deslizarse hacia el empalago. Sonríe, gasta ojillos azules, destila cierta resignación ante la maldita popularidad que le ha sacudido y resulta imposible no apreciar su toque profesional de vieja escuela. ¿Será verdad que existen habitaciones camufladas dispuestas para el gozo de los enchufados? Fingiendo que busco el lavabo, trepo hasta la última planta donde encuentro un par de reservadosContrariamente a lo que se aseguraba, la carta no exhíbe el tono florido de sandez química que me irrita. Prima la cuchara, la honradez, los garbanzos, los chipirones en su tinta, las lentejas, el cordero deshuesado, los solomillos, los pescados del día. Nada de birlibirloques ni de alquimias sospechosas. Pedimos el vino y las viandas. Y es entonces cuando, atrapado por cierto ramalazo detectivesco, como si fuese un Sam Spade, un Vareta o un Philip Marlowe de pacotilla, decido investigar a traición. ¿Será verdad que existen en El Ventorro habitaciones camufladas dispuestas para el gozo de los enchufados? Fingiendo que busco el lavabo para lavarme las manos, trepo hasta la última planta donde encuentro un par de reservados. Abro primero una puerta y luego la otra. Compongo ambas veces carita de «uy, perdón». Sólo contemplo comensales de rutina con pinta de oficinistas de los chiringuitos del vecindario. Desciendo de nuevo, recorro los rincones oscuros, palpo con disimulo las paredes buscando ese sonido hueco que revela la existencia de una cámara secreta . Nada. Mikel PonceAl Ventorro le montaron un rosario propio de aurora boreal y sigo sin averiguar el motivoChequeo el cuarto de baño mientras trato de destripar un pasadizo camuflado. Nada. Deambulo como pollo sin cabeza y sólo falta que me encasquete un Salacot de explorador. Nada descubro emparejado con el morbo que tanto me place. También he radiografiado a los parroquianos. Todo rezuma yantar de clase media. Destaco a unos guiris por su sorprendente parecido con Marge y Homer Simpson. ¿Habrá trampa ahí? No creo, pero quién sabe… Supongo que el vino me provoca ciertas paranoias… En cualquier caso, hemos zampado de maravilla, son las cinco y ya hemos comido . Antes de largarnos, le pregunto a Alfredo: «Oye, me han chivado que vendes conservas fetén…» Y desaparecí de allí con una lata de bonito apoteósica. Al Ventorro le montaron un rosario propio de aurora boreal y sigo sin averiguar el motivo. Daños colaterales, creo que se llama el asunto.
De repente, entre el dolor machacando nuestras almas, la confusión reinante y la ferocidad animal del agua arrasando con todo, el restaurante El Ventorro mutó en enemigo público número uno como si fuese aquel Dillinger que atracaba bancos. Alguien, o mejor dicho algo, tenía … que cargar con nuestros pecados.
Alguien, o mejor dicho algo, en aquellas primeras horas de caos total, debía de adoptar el perfil de chivo expiatorio sobre cuya sombra arrojar nuestra rabia. Erró la socialista oposición valenciana al centrar contra El Ventorro sus alardes de ruido y furia. Embistieron contra un molino pero sin rastro de reloca altura literaria quijotesca.
¿Y qué culpa segrega un local ante un desaguisado de zarpazo pluvioso? Ni idea, pero mira que intentaron hundir un negocio que pasaba por allí. A estas alturas, con tanto lío, ignora uno a qué hora se marchó Mazón del lugar, si pimpló mucho o poco, o si la charla con la periodista versó sobre Camba, Verlaine o Baroja. Y yo qué sé.
Sin embargo, intuyo que El Ventorro era y es inocente porque un restaurante sólo responde ante los platos que te enchufa o ante el vino que te escancia. El resto forma parte de la casualidad, de esa mariposa que bate sus alas en Singapur y provoca una catástrofe a miles de kilómetros.
El Ventorro era y es inocente porque un restaurante sólo responde ante los platos que te enchufa o ante el vino que te escancia. El resto forma parte de la casualidad
El Ventorro, pues, cuando el drama nos mantenía noqueados, adquirió contorno como de mansión encantada de novela de Richard Matheson. Le inyectaron vida propia e incluso alma diabólica a un edificio inanimado porque el líder de la Comunitat Valenciana naufragó allí en mitad de la tormenta. El Ventorro metamorfoseado, debido a la irracionalidad, en templo de misas negras, formidable muñeco de vudú o singular cápsula dispuesta a proyectar rayos malignos. Se cebaron en ese lugar porque así hidrataban la bilis que busca un culpable.
Y dale con la tabarra del Ventorro. Y venga con el zafarrancho del Ventorro. Y toma con el arrebato ventorrero. Ante tanta tamborrada de fondo a costa del Ventorro acudí allí, hace unos días, para saborear su cocina y atravesar sus entrañas. Necesitaba huronear, husmear, degustar, en fin, esas cosas… Y me encantó recorrer la calle de la antigua Universidad de Valencia hasta desembocar en una angosta artería transversal, una de esas callejuelas con aroma antañón, acaso bajo la presencia del mismísimo Max Estrella escoltado por sus incondicionales, hasta chocar de bruces contra esa fonda.
De entrada, retiraron la discreta placa que anunciaba el figón. Los turistas enganchados a las desgracias, esos que acuden hasta un monte socarrado o hasta una playa contaminada, también sucumbieron ante el pérfido encanto de posar frente al rótulo donde leías El Ventorro para lograr el selfi de los cojones. La gente es así, se aburre y practica estos entretenimientos que desprenden perfume miserable. Pero en fin, qué le vamos a hacer…
Hoy

Hace un año

mikel ponce
Por lo tanto, acudir al Ventorro, hoy, destila ese aroma clandestino que nos encanta porque en cierto sentido visitas un local secreto de la época de la ley seca yanqui. El restaurante ocupa un viejo edificio de costuras hidalgas de tres pisos de altura. Se diría que está construido a retales. No en vano, el fundador, el abuelo del actual propietario, se dedicaba a los derribos y, en consecuencia, añadía baldosas, pasamanos de maderas nobles, azulejos y vigas repescadas en edificios que yacían en el corredor de la muerte.
Su mezcla de genuino vintage fertiliza la gracia del establecimiento. Cuando traspasas el umbral te sumerges en una de aquellas casonas del pueblo propiedad de la abuela. Hay mesas en la planta baja, diseminadas en las esquinas, y una escalera estrecha, muy como de motel de Norman Bates, por la que trepas hacia el resto de las estancias.
Otra de sus peculiaridades: algo de laberíntico mana del local. Alfredo, el dueño, nos saluda y nos conduce hacia una mesa de la primera planta. Se trata de un tipo amable, afable, cariñoso pero sin deslizarse hacia el empalago. Sonríe, gasta ojillos azules, destila cierta resignación ante la maldita popularidad que le ha sacudido y resulta imposible no apreciar su toque profesional de vieja escuela.
¿Será verdad que existen habitaciones camufladas dispuestas para el gozo de los enchufados? Fingiendo que busco el lavabo, trepo hasta la última planta donde encuentro un par de reservados
Contrariamente a lo que se aseguraba, la carta no exhíbe el tono florido de sandez química que me irrita. Prima la cuchara, la honradez, los garbanzos, los chipirones en su tinta, las lentejas, el cordero deshuesado, los solomillos, los pescados del día. Nada de birlibirloques ni de alquimias sospechosas.
Pedimos el vino y las viandas. Y es entonces cuando, atrapado por cierto ramalazo detectivesco, como si fuese un Sam Spade, un Vareta o un Philip Marlowe de pacotilla, decido investigar a traición. ¿Será verdad que existen en El Ventorro habitaciones camufladas dispuestas para el gozo de los enchufados?
Fingiendo que busco el lavabo para lavarme las manos, trepo hasta la última planta donde encuentro un par de reservados. Abro primero una puerta y luego la otra. Compongo ambas veces carita de «uy, perdón». Sólo contemplo comensales de rutina con pinta de oficinistas de los chiringuitos del vecindario. Desciendo de nuevo, recorro los rincones oscuros, palpo con disimulo las paredes buscando ese sonido hueco que revela la existencia de una cámara secreta. Nada.
Al Ventorro le montaron un rosario propio de aurora boreal y sigo sin averiguar el motivo
Chequeo el cuarto de baño mientras trato de destripar un pasadizo camuflado. Nada. Deambulo como pollo sin cabeza y sólo falta que me encasquete un Salacot de explorador. Nada descubro emparejado con el morbo que tanto me place. También he radiografiado a los parroquianos.
Todo rezuma yantar de clase media. Destaco a unos guiris por su sorprendente parecido con Marge y Homer Simpson. ¿Habrá trampa ahí? No creo, pero quién sabe… Supongo que el vino me provoca ciertas paranoias… En cualquier caso, hemos zampado de maravilla, son las cinco y ya hemos comido. Antes de largarnos, le pregunto a Alfredo: «Oye, me han chivado que vendes conservas fetén…» Y desaparecí de allí con una lata de bonito apoteósica.
Al Ventorro le montaron un rosario propio de aurora boreal y sigo sin averiguar el motivo. Daños colaterales, creo que se llama el asunto.
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