Tan vacía de contenidos resultó la Conferencia de Presidentes de la pasada semana en Barcelona que lo más reseñable en las jornadas previas y durante la reunión de los responsables autonómicos y el jefe del Ejecutivo fueron las protestas de Isabel Díaz Ayuso por el uso de pinganillos y traductores para entender las intervenciones en catalán y euskera de Salvador Illa e Imanol Pradales. Para eso ha quedado un órgano que debería funcionar como articulador de nuestro Estado pseudo-federal, seguramente consecuencia de un Gobierno débil y sin pulso y unas Comunidades mayoritariamente en manos del partido rival, que al tiempo que piden soluciones reales a sus problemas exigen elecciones que nos saquen a los españoles del marasmo político que sufrimos.La cuestión lingüística se abre camino, una vez más, en el terreno de la polarización. Hay que tomar partido por un extremo u otro. También aquí, en una Galicia que posee dos lenguas y en la que no existe conflicto social con su uso, por más que el espacio nacionalista así quiera hacerlo ver. De existirlo, el PP no llevaría cinco mayorías absolutas encadenadas.El debate no puede plantearse desde la óptica del respeto o el desprecio a las lenguas ni a sus hablantes. No por pedir el uso de la lengua común del Estado se minusvalora la valía o identidad de las cooficiales en sus respectivos territorios; y no por sostener que los gobiernos autonómicos deben proteger al gallego, vasco y catalán se está cediendo a presiones de los extremismos nacionalistas. Entre una postura y otra hay un punto intermedio que considero relevante, sobre todo cuando afecta al conjunto del Estado y no a sus partes tomadas de modo aislado.En una sociedad en proceso de fractura como la nuestra, víctima de muros y una polarización premeditada, lo último que se necesita es que dos españoles no sean capaces de entenderse para solucionar sus diferencias y necesiten de un tercero que los traduzca. Es una cuestión simbólica, pero también mucho más. Es la explicitación de que tenemos elementos que nos unen como sociedad, que nos explican y sirven para intentar ponernos de acuerdo, lo consigamos o no. No se trata de imponer el uso del castellano a nadie, sino de respetar que si el de enfrente no te entiende, poca comunicación puede haber. Y es aún más absurdo cuando quien rechaza expresarse en castellano no lo hace por desconocimiento, sino para forzar la idea de que tiene poco en común con el resto de sus interlocutores. Si ya nos cuesta hallar sintonía por nuestras reticencias ideológicas, ¿era necesario interponer un obstáculo más en forma de lenguas distintas?Por eso era -y sigue siendo- un enorme desatino permitir el uso de lenguas cooficiales en el Congreso de los Diputados. La sede de la soberanía nacional, el ágora que representa a los ciudadanos, ampara ese discurso de que españoles de diversa procedencia no hablan la misma lengua y necesitan que alguien les traduzca para entenderse. No es casual, es una imagen premeditada para amparar otro tipo de discursos políticos. No somos como vosotros, viene a decir. Y lo distinto no debe permanecer unido. ¿Está claro?Por regresar a Galicia, esto no es incompatible con que el Parlamento o los representantes de la Xunta se expresen muy mayoritariamente en gallego, o de que los medios públicos autonómicos tengan su razón de ser en la difusión de la lengua gallega. La Constitución reconoce la «riqueza» que representan las lenguas cooficiales, un «patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección», y a eso deben dedicarse las Comunidades Autónomas, sin perjuicio para la lengua común, cabe recordar.Así que Ayuso tenía razón en lo que planteaba, sobre todo cuando Pradales e Illa no intervenían en un acto abierto a los medios y la ciudadanía, sino en un encuentro cerrado con sus homólogos autonómicos. Pero como otras tantas veces, las formas desmadejadas de la presidenta madrileña le hacen no ser tomada en serio, aun cuando la reflexión podría haber sido planteada de otro modo. Lo que lleva a preguntarse si quería ser tomada en serio o solo hacer ruido para recordar que ella estaba allí y Alberto Núñez Feijóo no. Tan vacía de contenidos resultó la Conferencia de Presidentes de la pasada semana en Barcelona que lo más reseñable en las jornadas previas y durante la reunión de los responsables autonómicos y el jefe del Ejecutivo fueron las protestas de Isabel Díaz Ayuso por el uso de pinganillos y traductores para entender las intervenciones en catalán y euskera de Salvador Illa e Imanol Pradales. Para eso ha quedado un órgano que debería funcionar como articulador de nuestro Estado pseudo-federal, seguramente consecuencia de un Gobierno débil y sin pulso y unas Comunidades mayoritariamente en manos del partido rival, que al tiempo que piden soluciones reales a sus problemas exigen elecciones que nos saquen a los españoles del marasmo político que sufrimos.La cuestión lingüística se abre camino, una vez más, en el terreno de la polarización. Hay que tomar partido por un extremo u otro. También aquí, en una Galicia que posee dos lenguas y en la que no existe conflicto social con su uso, por más que el espacio nacionalista así quiera hacerlo ver. De existirlo, el PP no llevaría cinco mayorías absolutas encadenadas.El debate no puede plantearse desde la óptica del respeto o el desprecio a las lenguas ni a sus hablantes. No por pedir el uso de la lengua común del Estado se minusvalora la valía o identidad de las cooficiales en sus respectivos territorios; y no por sostener que los gobiernos autonómicos deben proteger al gallego, vasco y catalán se está cediendo a presiones de los extremismos nacionalistas. Entre una postura y otra hay un punto intermedio que considero relevante, sobre todo cuando afecta al conjunto del Estado y no a sus partes tomadas de modo aislado.En una sociedad en proceso de fractura como la nuestra, víctima de muros y una polarización premeditada, lo último que se necesita es que dos españoles no sean capaces de entenderse para solucionar sus diferencias y necesiten de un tercero que los traduzca. Es una cuestión simbólica, pero también mucho más. Es la explicitación de que tenemos elementos que nos unen como sociedad, que nos explican y sirven para intentar ponernos de acuerdo, lo consigamos o no. No se trata de imponer el uso del castellano a nadie, sino de respetar que si el de enfrente no te entiende, poca comunicación puede haber. Y es aún más absurdo cuando quien rechaza expresarse en castellano no lo hace por desconocimiento, sino para forzar la idea de que tiene poco en común con el resto de sus interlocutores. Si ya nos cuesta hallar sintonía por nuestras reticencias ideológicas, ¿era necesario interponer un obstáculo más en forma de lenguas distintas?Por eso era -y sigue siendo- un enorme desatino permitir el uso de lenguas cooficiales en el Congreso de los Diputados. La sede de la soberanía nacional, el ágora que representa a los ciudadanos, ampara ese discurso de que españoles de diversa procedencia no hablan la misma lengua y necesitan que alguien les traduzca para entenderse. No es casual, es una imagen premeditada para amparar otro tipo de discursos políticos. No somos como vosotros, viene a decir. Y lo distinto no debe permanecer unido. ¿Está claro?Por regresar a Galicia, esto no es incompatible con que el Parlamento o los representantes de la Xunta se expresen muy mayoritariamente en gallego, o de que los medios públicos autonómicos tengan su razón de ser en la difusión de la lengua gallega. La Constitución reconoce la «riqueza» que representan las lenguas cooficiales, un «patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección», y a eso deben dedicarse las Comunidades Autónomas, sin perjuicio para la lengua común, cabe recordar.Así que Ayuso tenía razón en lo que planteaba, sobre todo cuando Pradales e Illa no intervenían en un acto abierto a los medios y la ciudadanía, sino en un encuentro cerrado con sus homólogos autonómicos. Pero como otras tantas veces, las formas desmadejadas de la presidenta madrileña le hacen no ser tomada en serio, aun cuando la reflexión podría haber sido planteada de otro modo. Lo que lleva a preguntarse si quería ser tomada en serio o solo hacer ruido para recordar que ella estaba allí y Alberto Núñez Feijóo no.
ANÁLISIS
Tan vacía de contenidos resultó la Conferencia de Presidentes de la pasada semana en Barcelona que lo más reseñable en las jornadas previas y durante la reunión de los responsables autonómicos y el jefe del Ejecutivo fueron las protestas de Isabel Díaz Ayuso por el uso de pinganillos … y traductores para entender las intervenciones en catalán y euskera de Salvador Illa e Imanol Pradales. Para eso ha quedado un órgano que debería funcionar como articulador de nuestro Estado pseudo-federal, seguramente consecuencia de un Gobierno débil y sin pulso y unas Comunidades mayoritariamente en manos del partido rival, que al tiempo que piden soluciones reales a sus problemas exigen elecciones que nos saquen a los españoles del marasmo político que sufrimos.
La cuestión lingüística se abre camino, una vez más, en el terreno de la polarización. Hay que tomar partido por un extremo u otro. También aquí, en una Galicia que posee dos lenguas y en la que no existe conflicto social con su uso, por más que el espacio nacionalista así quiera hacerlo ver. De existirlo, el PP no llevaría cinco mayorías absolutas encadenadas.
El debate no puede plantearse desde la óptica del respeto o el desprecio a las lenguas ni a sus hablantes. No por pedir el uso de la lengua común del Estado se minusvalora la valía o identidad de las cooficiales en sus respectivos territorios; y no por sostener que los gobiernos autonómicos deben proteger al gallego, vasco y catalán se está cediendo a presiones de los extremismos nacionalistas. Entre una postura y otra hay un punto intermedio que considero relevante, sobre todo cuando afecta al conjunto del Estado y no a sus partes tomadas de modo aislado.
En una sociedad en proceso de fractura como la nuestra, víctima de muros y una polarización premeditada, lo último que se necesita es que dos españoles no sean capaces de entenderse para solucionar sus diferencias y necesiten de un tercero que los traduzca. Es una cuestión simbólica, pero también mucho más. Es la explicitación de que tenemos elementos que nos unen como sociedad, que nos explican y sirven para intentar ponernos de acuerdo, lo consigamos o no.
No se trata de imponer el uso del castellano a nadie, sino de respetar que si el de enfrente no te entiende, poca comunicación puede haber. Y es aún más absurdo cuando quien rechaza expresarse en castellano no lo hace por desconocimiento, sino para forzar la idea de que tiene poco en común con el resto de sus interlocutores. Si ya nos cuesta hallar sintonía por nuestras reticencias ideológicas, ¿era necesario interponer un obstáculo más en forma de lenguas distintas?
Por eso era -y sigue siendo- un enorme desatino permitir el uso de lenguas cooficiales en el Congreso de los Diputados. La sede de la soberanía nacional, el ágora que representa a los ciudadanos, ampara ese discurso de que españoles de diversa procedencia no hablan la misma lengua y necesitan que alguien les traduzca para entenderse. No es casual, es una imagen premeditada para amparar otro tipo de discursos políticos. No somos como vosotros, viene a decir. Y lo distinto no debe permanecer unido. ¿Está claro?
Por regresar a Galicia, esto no es incompatible con que el Parlamento o los representantes de la Xunta se expresen muy mayoritariamente en gallego, o de que los medios públicos autonómicos tengan su razón de ser en la difusión de la lengua gallega. La Constitución reconoce la «riqueza» que representan las lenguas cooficiales, un «patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección», y a eso deben dedicarse las Comunidades Autónomas, sin perjuicio para la lengua común, cabe recordar.
Así que Ayuso tenía razón en lo que planteaba, sobre todo cuando Pradales e Illa no intervenían en un acto abierto a los medios y la ciudadanía, sino en un encuentro cerrado con sus homólogos autonómicos. Pero como otras tantas veces, las formas desmadejadas de la presidenta madrileña le hacen no ser tomada en serio, aun cuando la reflexión podría haber sido planteada de otro modo. Lo que lleva a preguntarse si quería ser tomada en serio o solo hacer ruido para recordar que ella estaba allí y Alberto Núñez Feijóo no.
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