Una vez que abandonó el poder, Margaret Thatcher no fue feliz ni un solo día de su vida, cuenta Charles Powell, uno de sus asesores más fieles. Hasta entonces, sin embargo, aprovechó tres administraciones y once años consecutivos en el poder para cambiar la faz del Reino Unido con una filosofía que todavía hoy suscita profundas divisiones, vista por unos como parte de la solución y por otros, como parte del problema.
Cien años después de su nacimiento, su estilo de conservadurismo ha pasado de moda y el Estado vuelve a engordar
Una vez que abandonó el poder, Margaret Thatcher no fue feliz ni un solo día de su vida, cuenta Charles Powell, uno de sus asesores más fieles. Hasta entonces, sin embargo, aprovechó tres administraciones y once años consecutivos en el poder para cambiar la faz del Reino Unido con una filosofía que todavía hoy suscita profundas divisiones, vista por unos como parte de la solución y por otros, como parte del problema.
Cuando uno se toma una pinta de cerveza en un pub a las cuatro de la tarde (antes cerraban de tres a cinco), acude a un centro comercial un domingo (flexibilizó los horarios comerciales), ve un partido de fútbol por la televisión (abrió el camino a que los retransmitieran otras cadenas que la BBC y sentó las bases de la creación de la Premier League), viaja en el Eurostar (idea suya y de Miterrand), se sube al avión de una compañía low cost (liquidó el monopolio de British Airways), se pone el cinturón de seguridad en el coche (lo hizo obligatorio) o paga la factura del gas (privatizado), en todo ello está presente Maggie Thatcher.
Otra cuestión es si su legado es positivo o negativo (los conservadores la idolatran, Liz Truss hasta imitaba su gestualidad y su manera de vestir; y la izquierda la detesta). Su heredero fue más Tony Blair que ninguno de los primeros ministros tories de los últimos tiempos, y como consecuencia de ello Thatcher ha conseguido de manera póstuma que no solo su partido esté dividido, sino también el Labour. El ultraderechista Nigel Farage es considerado al mismo tiempo su hijo (en la medida que propugna bajar los impuestos) y un impostor (para conseguir votos promete ayudas sociales a diestro y siniestro). El Estado ha engordado hasta límites que le harían revolverse en su tumba (del 60% del PIB en su época ha pasado al 100%) y la carga fiscal es el más alta en 70 años, sin que nadie ve cómo cerrar el bucle.
Tenía un lado flexible y otro fundamentalista, y al final desconfiaba de todo el mundo y no aceptaba las críticas
El thatcherismo (privatización de los monopolios estatales, destrucción de los sindicatos, liberalización de las finanzas, ataque sin tregua a la burocracia socialdemócrata) es interpretado treinta y cinco años después de su caída, y doce después de su muerte, más como una solución parcial a problemas económicos y sociales concretos de un momento, que una ideología coherente que todavía sea viable. Su visión del conservadurismo está en ruinas; sus ideas, en retirada; y la moda son partidos populistas de ultraderecha basados en un nacionalismo étnico. Sin embargo, para muchos sigue siendo uno de esos personajes que, según Nietzsche, escapan al tiempo y definen una era.
Thatcher llegó al poder (1979) en una Gran Bretaña que salía del “invierno del descontento”, en la que la basura se acumulaba en las calles y los cadáveres no se enterraban por la huelga de los sepultureros, el Estado hacía de banco de grandes empresas públicas que perdían dinero, los sindicatos eran todopoderosos, a los mineros se les subía el sueldo un 10% al año y contratar una línea de teléfono se demoraba seis meses. Ella acabó con todo eso y creó un nuevo consenso económico e industrial del que unos salieron ganando (quienes compraron a precio de ganga los pisos de protección oficial) y otros perdiendo (las comunidades que dependían del acero, el carbón, los astilleros, el textil, la industria pesada…). Lideró la revolución contra el consenso keynesiano de la posguerra.
“La economía es el método, el objetivo es cambiar el alma y el corazón”, decía. ¡Y vaya que lo consiguió!, haciendo que el Labour abandonara el socialismo con Tony Blair al timón y se convirtiera en un partido de centroizquierda. Sostenía que “el problema del socialismo es que el Estado eventualmente se queda sin dinero de los demás que gastar”, y ese es un buen resumen de la actual situación, con impuestos por las nubes (que en parte se van en el pago de los intereses de la deuda) y unas infraestructuras hechas polvo.
Parte de su legado es haber dividido tanto a los conservadores como al Labour, que abandonó el socialismo
La visión de Thatcher no ha sobrevivido al crash financiero del 2008 (que puso de relieve los peligros de no regular), a la pandemia (que hizo que la gente pidiera más Estado), ni a la globalización (que ha estancado los ingresos de muchos y fomentado un sentimiento anti inmigración). En ella convivían una vena pragmática y otra fundamentalista, que se oponía a la homosexualidad, abogaba por la pena de muerte, defendía el apartheid, consideraba a Mandela un terrorista y a Pinochet un amigo, e hizo que desconfiara de Europa y se opusiera a la reunificación alemana. Tenía germanofobia y americanofilia.
A Giscard d’Estaign le recordaba a una niñera que tuvo; Miterrand veía en ella los ojos de Calígula y los labios de Marilyn Monroe; y cuando Helmut Kohl fardó tras un partido del Mundial de 1990 que “Alemania había ganado a Inglaterra en su deporte nacional”, la Dama de Hierro no se lo tomó bien y le respondió: “Sí, pero los ingleses hemos derrotado a los alemanes dos veces en lo que va de siglo en el suyo (la guerra)”.
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