Alauda Ruiz de Azúa retrata la turbación de la adolescencia desde el lado más irreal, extraño y enajenado con una claridad demoniaca Leer Alauda Ruiz de Azúa retrata la turbación de la adolescencia desde el lado más irreal, extraño y enajenado con una claridad demoniaca Leer
Desde su paso por San Sebastián donde logró la Concha de Oro, pocas películas han crecido, mutado, irritado y entusiasmado, todo a la vez, en el recuerdo y la imaginación del espectador (no por fuerza crítico) como Los domingos. La última película de Alauda Ruiz de Azúa podría ser considerada como la más brillante contradicción del año y, fiel quizá al ideario de nuestros místicos, un bello e irresistible oxímoron. La idea es identificar la oscuridad con la claridad a la espera que, del contraste, del choque de contrarios, surja no tanto la luz como la iluminación. El matiz importa. «Dad tiniebla o claro día / revolvedme aquí y allí: / ¿Qué mandáis hacer de mí?», dice en uno de los poemas de Teresa de Jesús y, como no podía ser menos, la creemos. Pero en realidad, la película no va tanto de misticismos como de carnalidades; no es tanto una película para la certeza como para la duda. Y es ahí, en la inquietante inseguridad que provoca donde se hace inmensa.
Los domingos cuenta el cataclismo que vive una familia el día que la hija mayor (a la que da vida con una calculada mirada ausente Blanca Soroa) decide dejarlo todo, o casi, para abrazar el Todo. Basta un artículo determinado y una mayúscula para dar la vuelta a una frase. La madre hace tiempo que murió; el padre (Miguel Garcés), abrumado por las deudas y con la cabeza en otra cosa, se desentiende, y la más agnóstica y combativa tía (soberbia en la ira Patricia López Arnaiz) entra en el cuerpo a cuerpo (que también es el alma a alma) por revertir una decisión que no entiende por la sencilla razón de ser inexplicable. La fe tiene estas cosas.
De principio a fin, la nueva propuesta de la directora de Querer, fiel a su ideario de cine transparente hasta doler, otorga al espectador la gracia y virtud de un relato que vibra en cada personaje, en cada plano, en cada desengaño (que los hay). Todos los miembros de la familia tienen sus motivos, sus esperanzas y sus crisis. Y la película, toda ella, los acompaña, les atiende y les respeta con una sutileza, profundidad y pudor conmovedores. Además de ciertos y duros. Los domingos está enteramente construida sobre, efectivamente, la fe, la fe en el cine, la fe –laica, pero fe (valga el contrasentido)– en la imagen. Pero también, no duda en desnudar esa misma fe hasta su más estricta materialidad, hasta su inmanencia más cruda, menos etérea si se quiere. Y ahí, en, de nuevo, la contradicción entre lo uno y lo otro, en cada una de sus dudas, se queda a vivir.
En verdad, toda la película vive en la turbación de una adolescente que cree encontrar su sitio y su plenitud en el refugio de lo que no es más que un no-lugar, un espacio para el recogimiento y el vacío. Y de esta forma, y dejando de lado el conflicto ideológico que seguro hará presa en la película, lo que lanza desde la pantalla Los domingos no son más que provocaciones, en el mejor de los sentidos. La película opta por la contención hasta unos extremos en verdad admirables. En un país tan dado a las hogueras, el que alguien se tome el tiempo para escuchar, razonar y conceder el mismo espacio a todos, cada uno con sus evidentes prejuicios, no solo es cinematográficamente brillante sino políticamente oportuno. O, al menos, interesante. Y no es tanto por la siempre funesta equidistancia como por aquello de admitir que quizá no haya forma de sacudirse los tan denostados prejuicios sin arrancarse la misma piel con ellos. Y con ellos, la propia vida.
Y así, al hilo de las reuniones familiares dominicales en casa de la abuela, van surgiendo las dudas, las preguntas y las muchas paradojas. ¿Qué pensaríamos si la novicia en cuestión abrazara una fe que no fuera la católica? ¿Sería en ese caso la familia, tradicionalmente tradicional, igual de permisiva? ¿Por qué la sociedad, toda ella, mira a otro lado cuando un credo decide buscar a sus adeptos entre menores de edad por mucho que cuente con el permiso de los padres? ¿Qué hace un Estado aconfesional o laico subvencionando una educación no estrictamente aconfesional o laica? Pero no respondan todavía. Hay más. En una sociedad que admite sin rubor la desigualdad, la pobreza y hasta la miseria, ¿no es acaso una opción legítima apartarse de ella y hacerlo en un convento si fuera necesario? Y así.
Los domingos hace un esfuerzo titánico y hasta memorable por no desequilibrar la balanza. Se diría incluso que para curarse en salud la directora se sacrifica ante el espectador y otorga mucho más tiempo, vehemencia y espacio a lo irracional que a lo razonado. De hecho, y esto es crítica, la voluntad de verdad, llamémoslo así, hace que, por momentos la película pierda el pie. Sorprende, de hecho, el maltrato que sufre el personaje de López Arnáiz, la tía que no entiende lo que, ¡pobre!, no tiene explicación. No solo es engañada por los hombres, sino que ella misma, en su desesperación sin fe, se arroja a una espiral autodestructiva algo irracional.
Sea como sea, permanece la emoción y la duda; el rigor y el sentido; permanece la contradicción enajenada de una adolescente que, como una embarazada en un cementerio (Cioran dixit), se hace monja.
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Dirección: Alauda Ruiz de Azúa. Intérpretes: Blanca Soroa, Patricia López Arnaiz, Miguel Garcés. Duración: 115 minutos. Nacionalidad: España.
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