El plan de paz para Gaza sigue rodeado de incógnitas, pero pero como mínimo ha servido para consolidar una certeza: que Qatar es un actor indispensable para resolver cualquier crisis en la región.
El país árabe busca ganar influencia en la escena internacional con su mediación en crisis como la de Gaza
El plan de paz para Gaza sigue rodeado de incógnitas, pero pero como mínimo ha servido para consolidar una certeza: que Qatar es un actor indispensable para resolver cualquier crisis en la región.
Si antes los conflictos se solían resolver en ciudades europeas como Ginebra y Oslo, hoy gran parte de la diplomacia internacional pasa por Doha.
El Gobierno qatarí ya hace años que destaca como mediador. Ahí está, por ejemplo, su participación en la retirada estadounidense de Afganistán. Pero en los últimos meses su perfil se ha hecho aún más visible. No solo ha tenido un papel clave en las negociaciones entre Israel y Hamas: también ha intervenido en la guerra de Ucrania, facilitando la devolución de niños retenidos por Rusia; ha actuado como interlocutor entre EE.UU. e Irán y Venezuela; y ha ayudado a sellar el fin de las hostilidades entre la República del Congo y Ruanda.
Parece que no hay disputa que el país árabe no quiera gestionar. ¿Cómo no recurrir a sus servicios? Qatar se publicita como un actor neutral; un puente entre Occidente y el mundo islámico, incluyendo el más radical. En Doha, con el visto bueno de Washington, tienen oficinas Hamas y el régimen talibán.
Como dice a La Vanguardia el analista Haizam Amirah Fernández, director ejecutivo del Centro de Estudios Árabes Contemporáneos, “Qatar mantiene relaciones cordiales con todos”.
Qatar es un país pequeño rodeado de gigantes, y por eso lleva años tejiendo alianzas con el exterior
Esta hiperactividad diplomática responde a una estrategia de largo recorrido, nacida de la pura necesidad.
Independiente desde 1971, cuando dejó de ser un protectorado británico, Qatar es un país pequeño –su tamaño es similar al de Asturias– rodeado de gigantes. El más amenazante, Arabia Saudí, que históricamente ha considerado a esta península parte de su territorio.
Incapaz de dotarse de una fuerza militar comparable a la de las grandes potencias regionales, el Estado qatarí –controlado por la dinastía Al Thani, en el poder desde el siglo XIX– optó por arrimarse a quienes pudieran disuadir a los vecinos hostiles. Así, estrechó lazos con EE.UU. –que se convirtió en el principal garante de su seguridad al establecer en Qatar su mayor base militar en Oriente Medio–, y cultivó las relaciones con dos rivales de los saudíes, Irán –con el que comparte yacimientos de gas natural– y Turquía –otro país que dispone de instalaciones militares en suelo qatarí–.
Al mismo tiempo, Doha hace años que decidió apostar por herramientas de persuasión más sutiles, como la proyección a través de la cultura. El gran ejemplo de este poder blando es la cadena de televisión Al Yazira, fundada en 1996, pero hay más: la celebración del Mundial de fútbol en el 2022, el fomento del turismo a través de Qatar Airways, la adquisición de clubes deportivos de élite como el PSG, la compra del estudio de cine Miramax…
Todo ello financiando con los ingresos procedentes del petróleo y el gas natural, que también sirven para realizar inversiones multimillonarias en sectores como el inmobiliario –el nuevo Londres no se explica sin el dinero qatarí– o el del automóvil –Volkswagen, Porsche…–.
Asimismo, en el marco de esa estrategia para ganar influencia, Qatar ha dado cobijo a todo tipo de movimientos islamistas, incluyendo aquellos que incomodan a sus vecinos, como los Hermanos Musulmanes. Eso ha provocado alguna crisis de calado. La más grave, la del 2017, cuando la mayoría de países del golfo Pérsico impusieron un embargo a Qatar bajo la acusación de que estaba apoyando el terrorismo de grupos como Al Qaeda y Estado Islámico. El bloqueo duró tres años, y para el reino qatarí supuso la prueba definitiva de que contar con apoyos internacionales sólidos era una cuestión existencial.
En ese sentido, la apuesta por la diplomacia resulta fundamental. Mostrándose fiable en ese terreno, Qatar puede reforzar su alianza con EE.UU., la cual atraviesa ahora uno de sus momentos más dulces. El pasado mayo, Donald Trump visitó Doha, y ahí exhibió una máxima sintonía con el actual emir, Tamim bin Hamad al Thani, quien obsequió a su invitado con un lujoso Boeing 747.
Por eso, es comprensible que el republicano montara en cólera cuando Israel decidió bombardear por sorpresa a Qatar el pasado 9 de septiembre. Un error estratégico de Beniamin Netanyahu que, como señala Amirah Fernández, evidencia los riesgos que entraña la apuesta qatarí por la diplomacia: “Ser mediador también expone”, resume el analista.
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