El lunes quiso ser un viernes por la noche. Y no porque la ciudad hubiese cambiado el ritmo, sino porque una cantante decidió acompasar la ciudad a su manera. Rosalía presentaba su nuevo disco, Lux, y convocó a sus fieles seguidores a un sarao en Callao que terminó colapsando Madrid (como si eso no pasara sin Rosalía). El caso es que el alcalde está viendo como meterle un paquete a la catalana porque, según ha declarado, «puso en riesgo la integridad física de los madrileños». Al alcalde le molesta que no fuese convocado, en realidad. Pero este empeño en buscarle la vuelta al atasco monumental del otro día tiene una doble lectura: ¿A partir de cuántos seguidores un artista debe dar aviso al señor alcalde? Este gato acude a muchas presentaciones y cachondeos varios en la capital y nunca, o por lo menos hasta el pasado lunes, una afluencia de fans no suele reventar la calma falsa de esta ciudad. El caso es que ayer decidieron desde al ayuntamiento abrir un expediente a la compañía de Rosalía y este gato no termina de entender el número de seguidores que hay que tener para que te abran expedientes. Todos queremos un expediente abierto y, más si cabe, por haber petado la ciudad de seguidores. De hecho, se empieza a ser alguien cuando el alcalde te multa por tener tantos devotos. La nueva religión se canta y eso, quieran o no, es una novedad. Lo del disco del lunes no tuvo procesión ni banda municipal, pero sí la liturgia moderna del flash mob: muchachos con el móvil en alto, niñas con las pestañas postizas reluciendo como cirios, y caballeros jóvenes que acudieron al evento con la misma devoción con la que sus abuelos habrían ido a ver a Manolo Escobar en la verbena de su pueblo. La convocatoria fue digital, claro está. Un directo en TikTok bastó para congregar a miles de almas en el centro de Madrid. Lo asombroso no fue el número, sino la rapidez con que el rebaño urbano obedeció a su pastora. En la época de Galdós, los madrileños acudían al teatro a ver ‘Doña Perfecta’; ahora, basta un clic para ver a la Rosalía proyectada en las pantallas de Callao, elevada a tamaño celestial. Había entusiasmo, había teléfonos, había incluso quien llegó en pijama —y no por negligencia, sino por fidelidad. Tal era la urgencia de no perderse el prodigio que algunos confundieron un autobús de la EMT con la llegada de la artista y lo ovacionaron. El autobús, conmovido, no sabía si abrir las puertas o simplemente arrancar a todo trapo. La noche terminó con selfies, gritos, luces, y esa sensación colectiva de haber asistido a algo irrepetible, aunque en el fondo todo sea cada vez más repetido. La literatura nos enseñó que la vida imita al arte; la vida moderna demuestra que la vida imita al algoritmo. Una marca de tequila presentaba su bebida en una azotea de Madrid. Ahora todo se hace en azoteas de Madrid porque los hoteles han ganado el espacio a la calle desde el cielo. Y este gato ha descubierto una nueva ciudad porque las personas que había anoche en la plaza de Celenque no se ven en la calle: solo en azoteas. Me gusta que así sea, pero se juntó una mezcla de muchas nacionalidades que me vuelve a demostrar como Madrid está en tantos idiomas: turcos, armenios, ingleses, franceses… lo que menos había era españoles y de hecho me encontré con un tipo al que no hubiera abrazado si la fiesta hubiese sido a pie de calle. Cosas de las azoteas. Este gato tuvo tiempo para pasarse por la presentación de la novela de Isabel Preysler , que ha decidido publicar Su verdadera historia (Espasa, 2025) Me pregunto cuánto habrá cobrado el negro de Preysler, que en cierto modo suena a encargo muy lucrativo. Me imagino que, el año que viene, no resultará extraño que se alce con el premio Fernando Lara de novela, el Azorín o el mismísimo Planeta. Uno entiende que hay que recuperar las inversiones así que, si quieren hacerlo rápido, denle un premio literario a doña Isabel y acabamos antes. Lo mejor de todo es que algún editor debió pensar que todo lo que sabemos de ella no es verdad, porque este libro es su verdadera historia. Con dos narices. Si esto me coge en la azotea, me lanzo el primero. El lunes quiso ser un viernes por la noche. Y no porque la ciudad hubiese cambiado el ritmo, sino porque una cantante decidió acompasar la ciudad a su manera. Rosalía presentaba su nuevo disco, Lux, y convocó a sus fieles seguidores a un sarao en Callao que terminó colapsando Madrid (como si eso no pasara sin Rosalía). El caso es que el alcalde está viendo como meterle un paquete a la catalana porque, según ha declarado, «puso en riesgo la integridad física de los madrileños». Al alcalde le molesta que no fuese convocado, en realidad. Pero este empeño en buscarle la vuelta al atasco monumental del otro día tiene una doble lectura: ¿A partir de cuántos seguidores un artista debe dar aviso al señor alcalde? Este gato acude a muchas presentaciones y cachondeos varios en la capital y nunca, o por lo menos hasta el pasado lunes, una afluencia de fans no suele reventar la calma falsa de esta ciudad. El caso es que ayer decidieron desde al ayuntamiento abrir un expediente a la compañía de Rosalía y este gato no termina de entender el número de seguidores que hay que tener para que te abran expedientes. Todos queremos un expediente abierto y, más si cabe, por haber petado la ciudad de seguidores. De hecho, se empieza a ser alguien cuando el alcalde te multa por tener tantos devotos. La nueva religión se canta y eso, quieran o no, es una novedad. Lo del disco del lunes no tuvo procesión ni banda municipal, pero sí la liturgia moderna del flash mob: muchachos con el móvil en alto, niñas con las pestañas postizas reluciendo como cirios, y caballeros jóvenes que acudieron al evento con la misma devoción con la que sus abuelos habrían ido a ver a Manolo Escobar en la verbena de su pueblo. La convocatoria fue digital, claro está. Un directo en TikTok bastó para congregar a miles de almas en el centro de Madrid. Lo asombroso no fue el número, sino la rapidez con que el rebaño urbano obedeció a su pastora. En la época de Galdós, los madrileños acudían al teatro a ver ‘Doña Perfecta’; ahora, basta un clic para ver a la Rosalía proyectada en las pantallas de Callao, elevada a tamaño celestial. Había entusiasmo, había teléfonos, había incluso quien llegó en pijama —y no por negligencia, sino por fidelidad. Tal era la urgencia de no perderse el prodigio que algunos confundieron un autobús de la EMT con la llegada de la artista y lo ovacionaron. El autobús, conmovido, no sabía si abrir las puertas o simplemente arrancar a todo trapo. La noche terminó con selfies, gritos, luces, y esa sensación colectiva de haber asistido a algo irrepetible, aunque en el fondo todo sea cada vez más repetido. La literatura nos enseñó que la vida imita al arte; la vida moderna demuestra que la vida imita al algoritmo. Una marca de tequila presentaba su bebida en una azotea de Madrid. Ahora todo se hace en azoteas de Madrid porque los hoteles han ganado el espacio a la calle desde el cielo. Y este gato ha descubierto una nueva ciudad porque las personas que había anoche en la plaza de Celenque no se ven en la calle: solo en azoteas. Me gusta que así sea, pero se juntó una mezcla de muchas nacionalidades que me vuelve a demostrar como Madrid está en tantos idiomas: turcos, armenios, ingleses, franceses… lo que menos había era españoles y de hecho me encontré con un tipo al que no hubiera abrazado si la fiesta hubiese sido a pie de calle. Cosas de las azoteas. Este gato tuvo tiempo para pasarse por la presentación de la novela de Isabel Preysler , que ha decidido publicar Su verdadera historia (Espasa, 2025) Me pregunto cuánto habrá cobrado el negro de Preysler, que en cierto modo suena a encargo muy lucrativo. Me imagino que, el año que viene, no resultará extraño que se alce con el premio Fernando Lara de novela, el Azorín o el mismísimo Planeta. Uno entiende que hay que recuperar las inversiones así que, si quieren hacerlo rápido, denle un premio literario a doña Isabel y acabamos antes. Lo mejor de todo es que algún editor debió pensar que todo lo que sabemos de ella no es verdad, porque este libro es su verdadera historia. Con dos narices. Si esto me coge en la azotea, me lanzo el primero.
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