Madrid disfruta de la representación de esta ópera dirigida por Willy Dekker Leer Madrid disfruta de la representación de esta ópera dirigida por Willy Dekker Leer
Dos décadas después de su irrupción llega finalmente al Teatro Real el montaje de Willy Dekker sobre la ópera de las óperas. Irrupción que ha mantenido su excelencia y su carácter modélico a lo largo de los veinte años del deterioro general de la puesta en escena operística, hoy en crisis profunda. La genialidad de Willy Dekker consistió en algo tan simple y tan infrecuente como inventar poderosas imágenes teatrales destinadas a plasmar el conflicto, trágico aquí, de la mujer enfrentada a la cárcel moral, el desierto sentimental y una muerte inminente por la suma perversa de una naturaleza avara, una sociedad cruel, y los señores Germont, padre e hijo; un hijo atolondrado a merced de un padre idiota y cobarde.
La naturaleza ha sucumbido contagiando a Violetta la tisis, implacable antes de la llegada de la penicilina. De su mal muestra síntomas ya desde el inicio, el oportuno desmayo que permite el primer coloquio con el joven que la vio y le bastó una visión fugaz para acechar el paso de la bella hasta que se presentara la ocasión de abordarla. Llegó el momento colándose entre los invitados de una fiesta tumultuosa a la que él no estaría invitado, pero entre los burgueses pudientes causaría curiosidad la presencia de ese joven que merodeaba sin atreverse a entrar. Aquí el grupo del jolgorio es una masa informe que actúa como una única serpiente beoda que apenas sabe lo que farfulla y aprovecha la menor ocasión para escaquearse y, a lo sumo, observar desde una atalaya, la barrera que remata el decorado, los caprichos de Violetta, que ya no se divierte con ellos. No, no se divierte con ellos ni como ellos porque ha decidido entregarse a lo que ella llama con gracia juvenil un amor serio, compartido por Alfredo al comienzo del segundo acto. Por una vez no está solo el feliz enamorado comentando lo bien que se lo pasa en esa villa, sino que lo celebra persiguiendo a su amante en un dúo oportuno y juguetón, la instantánea feliz y engañosa de lo que no es sino breve ilusión.
Violetta (Nadine Sierra), Alfredo (Xabier Anduaga) y Germont (Luca Sala) viven la breve historia en la amplitud de una tierra de nadie, presidida por un gran reloj (ominosa advertencia de un tiempo escaso), con la discreta y temible presencia del doctor Grenvil (Giacomo Prestia), el médico que no cura, heraldo de la extinción. Vigorosos y entregado intérpretes bajo la batuta palpitante de Henrik Náriási. Otros dos repartos se alternan a los largo de las 18 funciones programadas, Como todo montaje que se precie, se ocupa no solo de la concepción plástica general, sino también de la dirección de actores; una indicación que, inevitablemente, será adaptada y matizada por la personalidad de cada intérprete. Así, Violetta resultará más o menos sensual o abatida, Alfredo con diferente empuje, y, sobre todo, Germont será, dentro de su inevitable hipocresía, el pequeño burgués torpe y sin recursos, o el «parvenu» que no duda en desplegar sus exigencias con la falta de educación del patán más rudo, representante de una autoridad suprema, la convención reaccionaria de que su hijita no se podrá casar si su hermano sigue liado a una «traviata».
La obra, tan próxima, tan supuestamente sabida, se catapulta en el Teatro Real hacia el estupor del descubrimiento. Inagotable Verdi, inagotable la ópera, el género teatral y musical capaz de renovarse siempre gracias al talento de unos artistas responsables, héroes porque se atreven a hacer lo que deben.
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