Ayer Madrid estaba más divertido que nunca. Ni fiestas privadas, ni presentaciones de libros, ni siquiera conciertos o exposiciones dignas de comentar. Ayer el tema pasaba en el Senado, donde Pedro Sánchez , presidente del Gobierno, como no podía mentir, se dedicó simplemente a ‘ssshhonreír’. Participaba en la comisión del caso Koldo —ya saben, ese tipo gigantón y tierno que tan pronto podía comprarle tabaco al jefe como organizarle las chistorras—. Madrid siendo más Madrid que nunca, con un circo digno del café más bohemio y decadente.Y es que ayer asistimos a esa comedia de temporada que llaman comparecencia. Allí, entre cortinajes color granate y micrófonos con más polvo que propósito, se presentó el señor presidente con el aire plácido de quien viene a explicarlo todo sin explicar nada . No venía, entiéndase bien, a responder; venía a comparecer, que en nuestro teatro político es verbo distinto. Comparecer es un arte superior: consiste en hablar con abundancia, mover las manos con ímpetu y dejar el entendimiento del oyente exactamente igual que antes. Quizá, un poco más crispado.El presidente, que de retórica sabe más que un vendedor de cremas milagrosas, empezó con un tono grave: funeral por la transparencia y por los funerales de las personas que le importan un bledo. Los senadores, alineados como los bustos de mármol que los observan desde las cornisas, aguardaban respuestas. Pero él, magnánimo, les dio conceptos. A cada pregunta, un discurso; a cada acusación, una reflexión sobre el porvenir. Hubo quien pidió detalles y el presidente, benévolo, ofreció valores y recriminó, con esa retórica que todavía le compran algunos, lo que hicieron los otros en el pasado.—¿Por qué cesó al señor Ábalos ? —preguntaban los de enfrente, ya sin esperanza.—España avanza —respondía él, como quien bendice.El presidente de la comisión asentía, no porque entendiera, sino porque era lo único que podía hacerse sin riesgo de contagio intelectual. Mientras tanto, las cámaras giraban, los asesores tecleaban y el país entero veía la escena por televisión , entre el parte meteorológico y el anuncio del detergente. Yo, que confieso mi debilidad por lo absurdo, no podía evitar pensar que nuestro sistema parlamentario se ha convertido en un elegante ejercicio de mímica: todos hablan, nadie escucha, y cada cual sale diciendo que ha ganado.Terminó la función. El señor presidente se levantó, saludó al respetable con sonrisa de cera y salió del hemiciclo como quien deja el escenario tras el aplauso automático. En los pasillos, los periodistas se agolpaban con la misma pregunta:—¿Ha dicho algo?Y la respuesta, unánime, fue:—Todo y nada, como siempre. Que para eso está a disposición de los ciudadanos.Y ahí siguieron, a la gresca, mientras el Uno se reía de la otra mitad del muro y sus socios —los que sostienen esta mentira prolongada— comprobaban el saldo de su cuenta antes de seguir apoyando al presidente Sánchez. Cerca del Senado, en la Audiencia Nacional, se absolvía al pequeño Nicolás por haberse hecho pasar por un miembro del Gobierno y tratar, de paso, de rascar unos cuartos de dinero y de prepotencia. Es curioso cómo Madrid, a veces, te ofrece escenarios de estas características: por un lado, el presidente riéndose de todos; por otro, un niñato irreverente haciendo lo propio del resto. Si juntamos lo ocurrido en el Senado y en la Audiencia Nacional, nos encontramos con un cuadro que no hubiera podido pintar ni el mismísimo Jackson Pollock: el de la vergüenza nacional. El espejo que está en la calle y proyecta ese tipo de país en el que nos hemos convertido.Como ustedes comprenderán, uno, con tanta broma y retrato social de la España que somos, no tenía muchas ganas de salir a tomar algo. Si acaso, sí tuve la certeza de saber que pertenecemos a un circo en el que los payasos somos nosotros: los que hemos permitido que todos estos tipejos sean nuestros referentes y nuestros telediarios. ¿Se imaginan las buenas migas que habrían hecho Koldo y el pequeño Nicolás ?Esto es Madrid, queridos lectores: una ciudad en la que, a veces, uno cena en el Palacio de Liria y, otras muchas, asiste atónito a estas cloacas que nos dirigen —o que pretenden hacerlo— a golpe de mentira y estafa. Ayer Madrid estaba más divertido que nunca. Ni fiestas privadas, ni presentaciones de libros, ni siquiera conciertos o exposiciones dignas de comentar. Ayer el tema pasaba en el Senado, donde Pedro Sánchez , presidente del Gobierno, como no podía mentir, se dedicó simplemente a ‘ssshhonreír’. Participaba en la comisión del caso Koldo —ya saben, ese tipo gigantón y tierno que tan pronto podía comprarle tabaco al jefe como organizarle las chistorras—. Madrid siendo más Madrid que nunca, con un circo digno del café más bohemio y decadente.Y es que ayer asistimos a esa comedia de temporada que llaman comparecencia. Allí, entre cortinajes color granate y micrófonos con más polvo que propósito, se presentó el señor presidente con el aire plácido de quien viene a explicarlo todo sin explicar nada . No venía, entiéndase bien, a responder; venía a comparecer, que en nuestro teatro político es verbo distinto. Comparecer es un arte superior: consiste en hablar con abundancia, mover las manos con ímpetu y dejar el entendimiento del oyente exactamente igual que antes. Quizá, un poco más crispado.El presidente, que de retórica sabe más que un vendedor de cremas milagrosas, empezó con un tono grave: funeral por la transparencia y por los funerales de las personas que le importan un bledo. Los senadores, alineados como los bustos de mármol que los observan desde las cornisas, aguardaban respuestas. Pero él, magnánimo, les dio conceptos. A cada pregunta, un discurso; a cada acusación, una reflexión sobre el porvenir. Hubo quien pidió detalles y el presidente, benévolo, ofreció valores y recriminó, con esa retórica que todavía le compran algunos, lo que hicieron los otros en el pasado.—¿Por qué cesó al señor Ábalos ? —preguntaban los de enfrente, ya sin esperanza.—España avanza —respondía él, como quien bendice.El presidente de la comisión asentía, no porque entendiera, sino porque era lo único que podía hacerse sin riesgo de contagio intelectual. Mientras tanto, las cámaras giraban, los asesores tecleaban y el país entero veía la escena por televisión , entre el parte meteorológico y el anuncio del detergente. Yo, que confieso mi debilidad por lo absurdo, no podía evitar pensar que nuestro sistema parlamentario se ha convertido en un elegante ejercicio de mímica: todos hablan, nadie escucha, y cada cual sale diciendo que ha ganado.Terminó la función. El señor presidente se levantó, saludó al respetable con sonrisa de cera y salió del hemiciclo como quien deja el escenario tras el aplauso automático. En los pasillos, los periodistas se agolpaban con la misma pregunta:—¿Ha dicho algo?Y la respuesta, unánime, fue:—Todo y nada, como siempre. Que para eso está a disposición de los ciudadanos.Y ahí siguieron, a la gresca, mientras el Uno se reía de la otra mitad del muro y sus socios —los que sostienen esta mentira prolongada— comprobaban el saldo de su cuenta antes de seguir apoyando al presidente Sánchez. Cerca del Senado, en la Audiencia Nacional, se absolvía al pequeño Nicolás por haberse hecho pasar por un miembro del Gobierno y tratar, de paso, de rascar unos cuartos de dinero y de prepotencia. Es curioso cómo Madrid, a veces, te ofrece escenarios de estas características: por un lado, el presidente riéndose de todos; por otro, un niñato irreverente haciendo lo propio del resto. Si juntamos lo ocurrido en el Senado y en la Audiencia Nacional, nos encontramos con un cuadro que no hubiera podido pintar ni el mismísimo Jackson Pollock: el de la vergüenza nacional. El espejo que está en la calle y proyecta ese tipo de país en el que nos hemos convertido.Como ustedes comprenderán, uno, con tanta broma y retrato social de la España que somos, no tenía muchas ganas de salir a tomar algo. Si acaso, sí tuve la certeza de saber que pertenecemos a un circo en el que los payasos somos nosotros: los que hemos permitido que todos estos tipejos sean nuestros referentes y nuestros telediarios. ¿Se imaginan las buenas migas que habrían hecho Koldo y el pequeño Nicolás ?Esto es Madrid, queridos lectores: una ciudad en la que, a veces, uno cena en el Palacio de Liria y, otras muchas, asiste atónito a estas cloacas que nos dirigen —o que pretenden hacerlo— a golpe de mentira y estafa.
Ayer Madrid estaba más divertido que nunca. Ni fiestas privadas, ni presentaciones de libros, ni siquiera conciertos o exposiciones dignas de comentar. Ayer el tema pasaba en el Senado, donde Pedro Sánchez, presidente del Gobierno, como no podía mentir, se dedicó simplemente a ‘ssshhonreír’. … Participaba en la comisión del caso Koldo —ya saben, ese tipo gigantón y tierno que tan pronto podía comprarle tabaco al jefe como organizarle las chistorras—. Madrid siendo más Madrid que nunca, con un circo digno del café más bohemio y decadente.
Y es que ayer asistimos a esa comedia de temporada que llaman comparecencia. Allí, entre cortinajes color granate y micrófonos con más polvo que propósito, se presentó el señor presidente con el aire plácido de quien viene a explicarlo todo sin explicar nada. No venía, entiéndase bien, a responder; venía a comparecer, que en nuestro teatro político es verbo distinto. Comparecer es un arte superior: consiste en hablar con abundancia, mover las manos con ímpetu y dejar el entendimiento del oyente exactamente igual que antes. Quizá, un poco más crispado.
El presidente, que de retórica sabe más que un vendedor de cremas milagrosas, empezó con un tono grave: funeral por la transparencia y por los funerales de las personas que le importan un bledo. Los senadores, alineados como los bustos de mármol que los observan desde las cornisas, aguardaban respuestas. Pero él, magnánimo, les dio conceptos. A cada pregunta, un discurso; a cada acusación, una reflexión sobre el porvenir. Hubo quien pidió detalles y el presidente, benévolo, ofreció valores y recriminó, con esa retórica que todavía le compran algunos, lo que hicieron los otros en el pasado.
—¿Por qué cesó al señor Ábalos? —preguntaban los de enfrente, ya sin esperanza.
—España avanza —respondía él, como quien bendice.
El presidente de la comisión asentía, no porque entendiera, sino porque era lo único que podía hacerse sin riesgo de contagio intelectual. Mientras tanto, las cámaras giraban, los asesores tecleaban y el país entero veía la escena por televisión, entre el parte meteorológico y el anuncio del detergente. Yo, que confieso mi debilidad por lo absurdo, no podía evitar pensar que nuestro sistema parlamentario se ha convertido en un elegante ejercicio de mímica: todos hablan, nadie escucha, y cada cual sale diciendo que ha ganado.
Terminó la función. El señor presidente se levantó, saludó al respetable con sonrisa de cera y salió del hemiciclo como quien deja el escenario tras el aplauso automático. En los pasillos, los periodistas se agolpaban con la misma pregunta:
—¿Ha dicho algo?
Y la respuesta, unánime, fue:
—Todo y nada, como siempre. Que para eso está a disposición de los ciudadanos.
Y ahí siguieron, a la gresca, mientras el Uno se reía de la otra mitad del muro y sus socios —los que sostienen esta mentira prolongada— comprobaban el saldo de su cuenta antes de seguir apoyando al presidente Sánchez. Cerca del Senado, en la Audiencia Nacional, se absolvía al pequeño Nicolás por haberse hecho pasar por un miembro del Gobierno y tratar, de paso, de rascar unos cuartos de dinero y de prepotencia. Es curioso cómo Madrid, a veces, te ofrece escenarios de estas características: por un lado, el presidente riéndose de todos; por otro, un niñato irreverente haciendo lo propio del resto. Si juntamos lo ocurrido en el Senado y en la Audiencia Nacional, nos encontramos con un cuadro que no hubiera podido pintar ni el mismísimo Jackson Pollock: el de la vergüenza nacional. El espejo que está en la calle y proyecta ese tipo de país en el que nos hemos convertido.
Como ustedes comprenderán, uno, con tanta broma y retrato social de la España que somos, no tenía muchas ganas de salir a tomar algo. Si acaso, sí tuve la certeza de saber que pertenecemos a un circo en el que los payasos somos nosotros: los que hemos permitido que todos estos tipejos sean nuestros referentes y nuestros telediarios. ¿Se imaginan las buenas migas que habrían hecho Koldo y el pequeño Nicolás?
Esto es Madrid, queridos lectores: una ciudad en la que, a veces, uno cena en el Palacio de Liria y, otras muchas, asiste atónito a estas cloacas que nos dirigen —o que pretenden hacerlo— a golpe de mentira y estafa.
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