«¿Sabe? Lo malo es que ahora no tenemos castañas. Se quemaron todos los castaños. No quedó ni uno. Nada. Antes comíamos castañas asadas, castañas crudas… el pueblo tenía un aroma a castaña y, sin embargo, ahora no hay ninguna.» Lo dice Maruja, con la mirada perdida en los recuerdos, mientras el aire aún huele a ceniza .María Encarnación Fernández González habla despacio, con esa cadencia serena de los que se quedaron. Nació en San Vicente de Leira, una de las once parroquias del municipio de Vilamartín de Valdeorras, en Orense.San Vicente es uno de los pueblos más altos de Vilamartín de Valdeorras. Durante años fue también uno de los más grandes. La vida se repartía entre dos núcleos, La Aldea y Los Chelos, y las canteras de pizarra marcaron el pulso diario junto al trabajo en las viñas. En su época de mayor esplendor llegaron a vivir aquí más de setecientas personas. Había familias, niños corriendo por las calles, escuelas, fondas, ultramarinos. La vida se movía al ritmo del trabajo y de las estaciones.«Había muchísima gente, muchos niños, muchos, muchos niños», recuerda Constantino Fernández González , de 81 años. «Y era lo que recuerdo aquí. Había mucho ganado, mucha castaña. Luego vinieron las canteras. Había mucha armonía en el pueblo, se ayudaba mucho entre los vecinos. Había un trabajo que hacer y todo el pueblo se juntaba a ayudar. Era un modo de vida muy diferente».Constantino Fernández (izquierda), de 81 años, ha vivido en el pueblo casi toda su vida. No fue a la escuela, pero aprendió pronto el oficio de trabajar la tierra. Pasó por Melilla durante la mili y más tarde por Alemania, para regresar definitivamente. Se casó, tuvo 4 hijas y levantó un pequeño bar que durante años fue el punto de encuentro de los vecinos. Joaquín Ovira (derecha) trabajó en el monte, haciendo carbón, carros y vendiendo castañas. Emigró a Suiza, pero volvió pronto: «Aquí siempre fue mi sitio», dice. Recuerda un pueblo lleno de vida, con más de 600 personas. Hoy solo queda el eco de aquella vida Fotos: Álvaro ybarra zavalaPero la vida empezó a cambiar. Hace veinticinco años llegó la empresa Canteras Villamartín, conocida como Cavima. Bajo el suelo del pueblo había pizarra y pronto comenzaron las voladuras. La carretera comarcal OU-0807, la única que conecta San Vicente con el resto del valle, se vino abajo. La ladera se volvió inestable, las lluvias abrieron grietas y el acceso se convirtió en una amenaza constante. La Diputación de Orense colocó una señal de ‘Peligro. Carretera cortada’ y nunca más regresó. Años después, el Concello de Vilamartín de Valdeorras improvisó un paso de arena que hoy es la única ruta de salida relativamente segura del pueblo, que hasta hace apenas cuatro meses había vivido prácticamente aislado. «Desde que se vino abajo la carretera la evolución del pueblo ha ido hacia atrás», dice Leopoldo Nogueira González . «Había escuelas, niños, vida. Pero ya no. A principios de los dos mil, cuando cerraron la escuela, la gente empezó a irse. A día de hoy quedamos dieciséis vecinos».Leopoldo Nogueira González (i), 76 años, ha pasado toda su vida en el pueblo donde nació y del que apenas quedan 16 vecinos. Junto a su esposa, es uno de los pocos que nunca se marcharon. Trabajó en el monte, y más tarde en las canteras de pizarra hasta su jubilación. Para él, el fuego no solo quemó casas: «Creo que nadie volverá a vivir aquí». Mª Encarnación Fernández González (d) habla despacio, con un gallego suave. Recuerda los días de infancia con el pueblo lleno de niños, los vecinos ayudándose unos a otros y el olor de las castañas asadas del otoño. Hoy ya no queda nada de aquello. Dice que el fuego se llevó la alegría del lugar. Fotos: Álvaro ybarra zavalaPero el silencio de San Vicente se hizo más profundo el pasado 16 de agosto, cuando llegó el fuego . El incendio Larouco-Seadur cruzó el río y se desató con una violencia que nadie había visto. El calor era insoportable, la humedad, inexistente. Durante días, las llamas se reavivaban una y otra vez. El monte, abandonado durante los últimos años -por culpa de una legislación creada lejos de la realidad del campo-, era pura pólvora . «El fuego comenzó en la cima de la montaña, avanzó con el cambio del viento y en cuestión de horas se echó sobre el pueblo», cuenta uno de los vecinos. «Nos convertimos en bomberos sin saber»«Cuando cambió el viento empezamos a llamar a todo el mundo. Nadie vino . Nos convertimos en bomberos sin saber cómo. Reunimos a la gente con tractores, con cubas de agua, con lo que había. Pero cuando los mandamos hacia arriba, las llamas ya estaban en San Vicente.»El fuego siguió su curso hacia Cernego y Omazo, una pequeña zona boscosa y empinada por donde desciende la vaguada del río Leira, que desemboca en el Sil. Allí, las llamas arrasaron todo a su paso. Los vecinos pasaron la noche sin dormir, viendo arder lo que quedaba de su historia. No hubo víctimas mortales. Pero no porque alguien viniera a salvarlos.«No hubo víctimas -dice una vecina- porque nos movimos, porque nos salvamos unos a otros . Aquí no vino nadie a salvar a nadie.»Francisca Fernández (izquierda) nació en el barrio de Aldea, donde pasó la mayor parte de su vida. Recuerda una infancia sencilla, de trabajo y alegría, con el pueblo lleno de juventud y los días marcados por las estaciones. «Éramos felices con lo que teníamos», dice. Se casó, y crió a sus hijos en San Vicente. Habla del futuro sin ilusión, pero sin rencor. «Que vuelvan los castaños, aunque los que había, ya no volverán». Pedro Álvarez Sánchez (derecha) fue camionero, y hombre de familia. Pasaba largas jornadas en la carretera, pero siempre volvía al pueblo, donde le esperaban Francisca y la calma de su casa. Vive entregado a los suyos y a cuidar su tierra. Fotos: Álvaro ybarra zavalaLas ayudas económicas para los afectados por la pérdida de sus viviendas han comenzado a llegar. Pero el dinero no devuelve los recuerdos. Ni las fotografías, ni los muebles, ni los castaños. El incendio se llevó también el paisaje, las tradiciones y la memoria.Desde San Vicente, la mirada se pierde en un horizonte sin vida. Lo que antes eran laderas verdes, valles fértiles y montes cubiertos de castaños, hoy es una extensión negra que se repite de colina en colina. No queda nada . De valle a valle solo se ven tierras calcinadas, bosques reducidos a esqueletos, montes cubiertos de ceniza. El olor a quemado sigue en el aire, mezclado con el polvo que levantan los primeros vientos del otoño. En los alrededores de Vilamartín de Valdeorras, el paisaje es una visión apocalíptica: kilómetros y kilómetros de terreno arrasado, sin un solo brote verde que rompa el gris.«Ahora hay gente que ha perdido todo», dice Clemente González Vega . «Fotos, muebles, la casa de los padres. Ver todo quemado… te cae el alma al suelo. Yo veo la casa donde nací, ahí enfrente, toda negra. A veces pienso que ojalá hubiera ardido también la mía, para no tener que mirar esto todos los días.»Francisca Fernández Hernández asiente despacio. «El incendio nos ha llevado muchas cosas, muchos recuerdos, mucha vegetación. Los recuerdos de donde nacimos, de donde nacieron nuestros hijos. Mi casa, la de mis padres, está derrumbada. Este pueblo era muy bonito y ahora está todo negro».Clemente González (i) nació en San Vicente de Leira, aunque la vida lo llevó lejos. Emigró joven al País Vasco, donde trabajó durante años y al que aún llama su «segunda casa». Habla con franqueza, entre la rabia y la resignación de quien ha visto el abandono demasiadas veces. Durante el incendio vio arder la casa donde nació, la de sus hermanos, y ayudó a otros vecinos a salvar lo poco que quedaba. Aún recuerda el calor, la impotencia y el silencio. «Ver cómo se quema todo y no poder hacer nada… eso duele de verdad». Secundino Álvarez (d) se marchó a Barcelona con 12 años. Volvía siempre que podía, cuatro o cinco veces al año, fiel al lugar al que sigue llamando casa. A veces recorre las ruinas con su cámara, fotografiando los primeros brotes verdes. Fotos: Álvaro ybarra zavalaSan Vicente espera ahora las ayudas prometidas por la Xunta y el Gobierno. No solo para reconstruir casas, sino para limpiar el monte, derribar lo que quedó en ruinas y evitar que las cenizas contaminen los acuíferos. Los técnicos alertan de que el suelo, empapado por las lluvias, puede provocar desprendimientos y aludes sobre el cauce del río Sil. La supervivencia del pueblo depende de esas obras, de la gestión forestal y del regreso de una administración que durante décadas le dio la espalda. Sin una intervención seria, San Vicente será otro nombre borrado en el mapa .El rastro del fuego que arrasó San Vicente de Leira Fotos: Álvaro ybarra zavalaLa Xunta de Galicia ha confirmado que asumirá el coste total del desescombro en San Vicente de Leira. Los trabajos se realizarán a través del Concello de Vilamartín de Valdeorras, que deberá elaborar un proyecto técnico antes de iniciar las obras. Su alcalde, Enrique Álvarez, lo definió como un primer paso necesario, aunque insuficiente. «Los vecinos estarán tranquilos —asegura— cuando vean las máquinas trabajar.»«El pueblo está arruinado , completamente arruinado —dice Joaquín Ovira Fernández—. Nos abandonaron. Ni bomberos, ni helicópteros, ni nadie. No hay más que decir.» Constantino, el mismo que recordaba las fiestas y los niños corriendo entre las viñas, baja la cabeza. «Yo, por circunstancias de la vida, aquí quería morirme. Esto lo era todo para mí , dentro de la pobreza, pero lo era todo para mí.» «¿Sabe? Lo malo es que ahora no tenemos castañas. Se quemaron todos los castaños. No quedó ni uno. Nada. Antes comíamos castañas asadas, castañas crudas… el pueblo tenía un aroma a castaña y, sin embargo, ahora no hay ninguna.» Lo dice Maruja, con la mirada perdida en los recuerdos, mientras el aire aún huele a ceniza .María Encarnación Fernández González habla despacio, con esa cadencia serena de los que se quedaron. Nació en San Vicente de Leira, una de las once parroquias del municipio de Vilamartín de Valdeorras, en Orense.San Vicente es uno de los pueblos más altos de Vilamartín de Valdeorras. Durante años fue también uno de los más grandes. La vida se repartía entre dos núcleos, La Aldea y Los Chelos, y las canteras de pizarra marcaron el pulso diario junto al trabajo en las viñas. En su época de mayor esplendor llegaron a vivir aquí más de setecientas personas. Había familias, niños corriendo por las calles, escuelas, fondas, ultramarinos. La vida se movía al ritmo del trabajo y de las estaciones.«Había muchísima gente, muchos niños, muchos, muchos niños», recuerda Constantino Fernández González , de 81 años. «Y era lo que recuerdo aquí. Había mucho ganado, mucha castaña. Luego vinieron las canteras. Había mucha armonía en el pueblo, se ayudaba mucho entre los vecinos. Había un trabajo que hacer y todo el pueblo se juntaba a ayudar. Era un modo de vida muy diferente».Constantino Fernández (izquierda), de 81 años, ha vivido en el pueblo casi toda su vida. No fue a la escuela, pero aprendió pronto el oficio de trabajar la tierra. Pasó por Melilla durante la mili y más tarde por Alemania, para regresar definitivamente. Se casó, tuvo 4 hijas y levantó un pequeño bar que durante años fue el punto de encuentro de los vecinos. Joaquín Ovira (derecha) trabajó en el monte, haciendo carbón, carros y vendiendo castañas. Emigró a Suiza, pero volvió pronto: «Aquí siempre fue mi sitio», dice. Recuerda un pueblo lleno de vida, con más de 600 personas. Hoy solo queda el eco de aquella vida Fotos: Álvaro ybarra zavalaPero la vida empezó a cambiar. Hace veinticinco años llegó la empresa Canteras Villamartín, conocida como Cavima. Bajo el suelo del pueblo había pizarra y pronto comenzaron las voladuras. La carretera comarcal OU-0807, la única que conecta San Vicente con el resto del valle, se vino abajo. La ladera se volvió inestable, las lluvias abrieron grietas y el acceso se convirtió en una amenaza constante. La Diputación de Orense colocó una señal de ‘Peligro. Carretera cortada’ y nunca más regresó. Años después, el Concello de Vilamartín de Valdeorras improvisó un paso de arena que hoy es la única ruta de salida relativamente segura del pueblo, que hasta hace apenas cuatro meses había vivido prácticamente aislado. «Desde que se vino abajo la carretera la evolución del pueblo ha ido hacia atrás», dice Leopoldo Nogueira González . «Había escuelas, niños, vida. Pero ya no. A principios de los dos mil, cuando cerraron la escuela, la gente empezó a irse. A día de hoy quedamos dieciséis vecinos».Leopoldo Nogueira González (i), 76 años, ha pasado toda su vida en el pueblo donde nació y del que apenas quedan 16 vecinos. Junto a su esposa, es uno de los pocos que nunca se marcharon. Trabajó en el monte, y más tarde en las canteras de pizarra hasta su jubilación. Para él, el fuego no solo quemó casas: «Creo que nadie volverá a vivir aquí». Mª Encarnación Fernández González (d) habla despacio, con un gallego suave. Recuerda los días de infancia con el pueblo lleno de niños, los vecinos ayudándose unos a otros y el olor de las castañas asadas del otoño. Hoy ya no queda nada de aquello. Dice que el fuego se llevó la alegría del lugar. Fotos: Álvaro ybarra zavalaPero el silencio de San Vicente se hizo más profundo el pasado 16 de agosto, cuando llegó el fuego . El incendio Larouco-Seadur cruzó el río y se desató con una violencia que nadie había visto. El calor era insoportable, la humedad, inexistente. Durante días, las llamas se reavivaban una y otra vez. El monte, abandonado durante los últimos años -por culpa de una legislación creada lejos de la realidad del campo-, era pura pólvora . «El fuego comenzó en la cima de la montaña, avanzó con el cambio del viento y en cuestión de horas se echó sobre el pueblo», cuenta uno de los vecinos. «Nos convertimos en bomberos sin saber»«Cuando cambió el viento empezamos a llamar a todo el mundo. Nadie vino . Nos convertimos en bomberos sin saber cómo. Reunimos a la gente con tractores, con cubas de agua, con lo que había. Pero cuando los mandamos hacia arriba, las llamas ya estaban en San Vicente.»El fuego siguió su curso hacia Cernego y Omazo, una pequeña zona boscosa y empinada por donde desciende la vaguada del río Leira, que desemboca en el Sil. Allí, las llamas arrasaron todo a su paso. Los vecinos pasaron la noche sin dormir, viendo arder lo que quedaba de su historia. No hubo víctimas mortales. Pero no porque alguien viniera a salvarlos.«No hubo víctimas -dice una vecina- porque nos movimos, porque nos salvamos unos a otros . Aquí no vino nadie a salvar a nadie.»Francisca Fernández (izquierda) nació en el barrio de Aldea, donde pasó la mayor parte de su vida. Recuerda una infancia sencilla, de trabajo y alegría, con el pueblo lleno de juventud y los días marcados por las estaciones. «Éramos felices con lo que teníamos», dice. Se casó, y crió a sus hijos en San Vicente. Habla del futuro sin ilusión, pero sin rencor. «Que vuelvan los castaños, aunque los que había, ya no volverán». Pedro Álvarez Sánchez (derecha) fue camionero, y hombre de familia. Pasaba largas jornadas en la carretera, pero siempre volvía al pueblo, donde le esperaban Francisca y la calma de su casa. Vive entregado a los suyos y a cuidar su tierra. Fotos: Álvaro ybarra zavalaLas ayudas económicas para los afectados por la pérdida de sus viviendas han comenzado a llegar. Pero el dinero no devuelve los recuerdos. Ni las fotografías, ni los muebles, ni los castaños. El incendio se llevó también el paisaje, las tradiciones y la memoria.Desde San Vicente, la mirada se pierde en un horizonte sin vida. Lo que antes eran laderas verdes, valles fértiles y montes cubiertos de castaños, hoy es una extensión negra que se repite de colina en colina. No queda nada . De valle a valle solo se ven tierras calcinadas, bosques reducidos a esqueletos, montes cubiertos de ceniza. El olor a quemado sigue en el aire, mezclado con el polvo que levantan los primeros vientos del otoño. En los alrededores de Vilamartín de Valdeorras, el paisaje es una visión apocalíptica: kilómetros y kilómetros de terreno arrasado, sin un solo brote verde que rompa el gris.«Ahora hay gente que ha perdido todo», dice Clemente González Vega . «Fotos, muebles, la casa de los padres. Ver todo quemado… te cae el alma al suelo. Yo veo la casa donde nací, ahí enfrente, toda negra. A veces pienso que ojalá hubiera ardido también la mía, para no tener que mirar esto todos los días.»Francisca Fernández Hernández asiente despacio. «El incendio nos ha llevado muchas cosas, muchos recuerdos, mucha vegetación. Los recuerdos de donde nacimos, de donde nacieron nuestros hijos. Mi casa, la de mis padres, está derrumbada. Este pueblo era muy bonito y ahora está todo negro».Clemente González (i) nació en San Vicente de Leira, aunque la vida lo llevó lejos. Emigró joven al País Vasco, donde trabajó durante años y al que aún llama su «segunda casa». Habla con franqueza, entre la rabia y la resignación de quien ha visto el abandono demasiadas veces. Durante el incendio vio arder la casa donde nació, la de sus hermanos, y ayudó a otros vecinos a salvar lo poco que quedaba. Aún recuerda el calor, la impotencia y el silencio. «Ver cómo se quema todo y no poder hacer nada… eso duele de verdad». Secundino Álvarez (d) se marchó a Barcelona con 12 años. Volvía siempre que podía, cuatro o cinco veces al año, fiel al lugar al que sigue llamando casa. A veces recorre las ruinas con su cámara, fotografiando los primeros brotes verdes. Fotos: Álvaro ybarra zavalaSan Vicente espera ahora las ayudas prometidas por la Xunta y el Gobierno. No solo para reconstruir casas, sino para limpiar el monte, derribar lo que quedó en ruinas y evitar que las cenizas contaminen los acuíferos. Los técnicos alertan de que el suelo, empapado por las lluvias, puede provocar desprendimientos y aludes sobre el cauce del río Sil. La supervivencia del pueblo depende de esas obras, de la gestión forestal y del regreso de una administración que durante décadas le dio la espalda. Sin una intervención seria, San Vicente será otro nombre borrado en el mapa .El rastro del fuego que arrasó San Vicente de Leira Fotos: Álvaro ybarra zavalaLa Xunta de Galicia ha confirmado que asumirá el coste total del desescombro en San Vicente de Leira. Los trabajos se realizarán a través del Concello de Vilamartín de Valdeorras, que deberá elaborar un proyecto técnico antes de iniciar las obras. Su alcalde, Enrique Álvarez, lo definió como un primer paso necesario, aunque insuficiente. «Los vecinos estarán tranquilos —asegura— cuando vean las máquinas trabajar.»«El pueblo está arruinado , completamente arruinado —dice Joaquín Ovira Fernández—. Nos abandonaron. Ni bomberos, ni helicópteros, ni nadie. No hay más que decir.» Constantino, el mismo que recordaba las fiestas y los niños corriendo entre las viñas, baja la cabeza. «Yo, por circunstancias de la vida, aquí quería morirme. Esto lo era todo para mí , dentro de la pobreza, pero lo era todo para mí.»
«¿Sabe? Lo malo es que ahora no tenemos castañas. Se quemaron todos los castaños. No quedó ni uno. Nada. Antes comíamos castañas asadas, castañas crudas… el pueblo tenía un aroma a castaña y, sin embargo, ahora no hay ninguna.» Lo dice Maruja, con la … mirada perdida en los recuerdos, mientras el aire aún huele a ceniza.
María Encarnación Fernández González habla despacio, con esa cadencia serena de los que se quedaron. Nació en San Vicente de Leira, una de las once parroquias del municipio de Vilamartín de Valdeorras, en Orense.
San Vicente es uno de los pueblos más altos de Vilamartín de Valdeorras. Durante años fue también uno de los más grandes. La vida se repartía entre dos núcleos, La Aldea y Los Chelos, y las canteras de pizarra marcaron el pulso diario junto al trabajo en las viñas. En su época de mayor esplendor llegaron a vivir aquí más de setecientas personas. Había familias, niños corriendo por las calles, escuelas, fondas, ultramarinos. La vida se movía al ritmo del trabajo y de las estaciones.
«Había muchísima gente, muchos niños, muchos, muchos niños», recuerda Constantino Fernández González, de 81 años. «Y era lo que recuerdo aquí. Había mucho ganado, mucha castaña. Luego vinieron las canteras. Había mucha armonía en el pueblo, se ayudaba mucho entre los vecinos. Había un trabajo que hacer y todo el pueblo se juntaba a ayudar. Era un modo de vida muy diferente».
Constantino Fernández (izquierda), de 81 años, ha vivido en el pueblo casi toda su vida. No fue a la escuela, pero aprendió pronto el oficio de trabajar la tierra. Pasó por Melilla durante la mili y más tarde por Alemania, para regresar definitivamente. Se casó, tuvo 4 hijas y levantó un pequeño bar que durante años fue el punto de encuentro de los vecinos. Joaquín Ovira (derecha) trabajó en el monte, haciendo carbón, carros y vendiendo castañas. Emigró a Suiza, pero volvió pronto: «Aquí siempre fue mi sitio», dice. Recuerda un pueblo lleno de vida, con más de 600 personas. Hoy solo queda el eco de aquella vida
Fotos: Álvaro ybarra zavala
Pero la vida empezó a cambiar. Hace veinticinco años llegó la empresa Canteras Villamartín, conocida como Cavima. Bajo el suelo del pueblo había pizarra y pronto comenzaron las voladuras. La carretera comarcal OU-0807, la única que conecta San Vicente con el resto del valle, se vino abajo. La ladera se volvió inestable, las lluvias abrieron grietas y el acceso se convirtió en una amenaza constante.
La Diputación de Orense colocó una señal de ‘Peligro. Carretera cortada’ y nunca más regresó. Años después, el Concello de Vilamartín de Valdeorras improvisó un paso de arena que hoy es la única ruta de salida relativamente segura del pueblo, que hasta hace apenas cuatro meses había vivido prácticamente aislado.
«Desde que se vino abajo la carretera la evolución del pueblo ha ido hacia atrás», dice Leopoldo Nogueira González. «Había escuelas, niños, vida. Pero ya no. A principios de los dos mil, cuando cerraron la escuela, la gente empezó a irse. A día de hoy quedamos dieciséis vecinos».
Leopoldo Nogueira González (i), 76 años, ha pasado toda su vida en el pueblo donde nació y del que apenas quedan 16 vecinos. Junto a su esposa, es uno de los pocos que nunca se marcharon. Trabajó en el monte, y más tarde en las canteras de pizarra hasta su jubilación. Para él, el fuego no solo quemó casas: «Creo que nadie volverá a vivir aquí». Mª Encarnación Fernández González (d) habla despacio, con un gallego suave. Recuerda los días de infancia con el pueblo lleno de niños, los vecinos ayudándose unos a otros y el olor de las castañas asadas del otoño. Hoy ya no queda nada de aquello. Dice que el fuego se llevó la alegría del lugar.
Fotos: Álvaro ybarra zavala
Pero el silencio de San Vicente se hizo más profundo el pasado 16 de agosto, cuando llegó el fuego. El incendio Larouco-Seadur cruzó el río y se desató con una violencia que nadie había visto. El calor era insoportable, la humedad, inexistente.
Durante días, las llamas se reavivaban una y otra vez. El monte, abandonado durante los últimos años -por culpa de una legislación creada lejos de la realidad del campo-, era pura pólvora. «El fuego comenzó en la cima de la montaña, avanzó con el cambio del viento y en cuestión de horas se echó sobre el pueblo», cuenta uno de los vecinos.
«Nos convertimos en bomberos sin saber»
«Cuando cambió el viento empezamos a llamar a todo el mundo. Nadie vino. Nos convertimos en bomberos sin saber cómo. Reunimos a la gente con tractores, con cubas de agua, con lo que había. Pero cuando los mandamos hacia arriba, las llamas ya estaban en San Vicente.»
El fuego siguió su curso hacia Cernego y Omazo, una pequeña zona boscosa y empinada por donde desciende la vaguada del río Leira, que desemboca en el Sil. Allí, las llamas arrasaron todo a su paso. Los vecinos pasaron la noche sin dormir, viendo arder lo que quedaba de su historia. No hubo víctimas mortales. Pero no porque alguien viniera a salvarlos.
«No hubo víctimas -dice una vecina- porque nos movimos, porque nos salvamos unos a otros. Aquí no vino nadie a salvar a nadie.»
Francisca Fernández (izquierda) nació en el barrio de Aldea, donde pasó la mayor parte de su vida. Recuerda una infancia sencilla, de trabajo y alegría, con el pueblo lleno de juventud y los días marcados por las estaciones. «Éramos felices con lo que teníamos», dice. Se casó, y crió a sus hijos en San Vicente. Habla del futuro sin ilusión, pero sin rencor. «Que vuelvan los castaños, aunque los que había, ya no volverán». Pedro Álvarez Sánchez (derecha) fue camionero, y hombre de familia. Pasaba largas jornadas en la carretera, pero siempre volvía al pueblo, donde le esperaban Francisca y la calma de su casa. Vive entregado a los suyos y a cuidar su tierra.
Fotos: Álvaro ybarra zavala
Las ayudas económicas para los afectados por la pérdida de sus viviendas han comenzado a llegar. Pero el dinero no devuelve los recuerdos. Ni las fotografías, ni los muebles, ni los castaños. El incendio se llevó también el paisaje, las tradiciones y la memoria.
Desde San Vicente, la mirada se pierde en un horizonte sin vida. Lo que antes eran laderas verdes, valles fértiles y montes cubiertos de castaños, hoy es una extensión negra que se repite de colina en colina. No queda nada.
De valle a valle solo se ven tierras calcinadas, bosques reducidos a esqueletos, montes cubiertos de ceniza. El olor a quemado sigue en el aire, mezclado con el polvo que levantan los primeros vientos del otoño. En los alrededores de Vilamartín de Valdeorras, el paisaje es una visión apocalíptica: kilómetros y kilómetros de terreno arrasado, sin un solo brote verde que rompa el gris.
«Ahora hay gente que ha perdido todo», dice Clemente González Vega. «Fotos, muebles, la casa de los padres. Ver todo quemado… te cae el alma al suelo. Yo veo la casa donde nací, ahí enfrente, toda negra. A veces pienso que ojalá hubiera ardido también la mía, para no tener que mirar esto todos los días.»
Francisca Fernández Hernández asiente despacio. «El incendio nos ha llevado muchas cosas, muchos recuerdos, mucha vegetación. Los recuerdos de donde nacimos, de donde nacieron nuestros hijos. Mi casa, la de mis padres, está derrumbada. Este pueblo era muy bonito y ahora está todo negro».
Clemente González (i) nació en San Vicente de Leira, aunque la vida lo llevó lejos. Emigró joven al País Vasco, donde trabajó durante años y al que aún llama su «segunda casa». Habla con franqueza, entre la rabia y la resignación de quien ha visto el abandono demasiadas veces. Durante el incendio vio arder la casa donde nació, la de sus hermanos, y ayudó a otros vecinos a salvar lo poco que quedaba. Aún recuerda el calor, la impotencia y el silencio. «Ver cómo se quema todo y no poder hacer nada… eso duele de verdad». Secundino Álvarez (d) se marchó a Barcelona con 12 años. Volvía siempre que podía, cuatro o cinco veces al año, fiel al lugar al que sigue llamando casa. A veces recorre las ruinas con su cámara, fotografiando los primeros brotes verdes.
Fotos: Álvaro ybarra zavala
San Vicente espera ahora las ayudas prometidas por la Xunta y el Gobierno. No solo para reconstruir casas, sino para limpiar el monte, derribar lo que quedó en ruinas y evitar que las cenizas contaminen los acuíferos. Los técnicos alertan de que el suelo, empapado por las lluvias, puede provocar desprendimientos y aludes sobre el cauce del río Sil. La supervivencia del pueblo depende de esas obras, de la gestión forestal y del regreso de una administración que durante décadas le dio la espalda. Sin una intervención seria, San Vicente será otro nombre borrado en el mapa.
La Xunta de Galicia ha confirmado que asumirá el coste total del desescombro en San Vicente de Leira. Los trabajos se realizarán a través del Concello de Vilamartín de Valdeorras, que deberá elaborar un proyecto técnico antes de iniciar las obras. Su alcalde, Enrique Álvarez, lo definió como un primer paso necesario, aunque insuficiente. «Los vecinos estarán tranquilos —asegura— cuando vean las máquinas trabajar.»
«El pueblo está arruinado, completamente arruinado —dice Joaquín Ovira Fernández—. Nos abandonaron. Ni bomberos, ni helicópteros, ni nadie. No hay más que decir.»
Constantino, el mismo que recordaba las fiestas y los niños corriendo entre las viñas, baja la cabeza. «Yo, por circunstancias de la vida, aquí quería morirme. Esto lo era todo para mí, dentro de la pobreza, pero lo era todo para mí.»
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